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19 diciembre 2004

Mis amigos, los «quesos»

Alberto Mosquera Moquillaza

«y hasta las avenidas, donde cruzaban los autos de lujo,
llegaba el wayno, la voz del charango y de la bandurria»
José María Arguedas

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Que en el Perú puede hoy tomarse un buen vino, en  maridaje con quesos de excelente calidad, es algo sobre lo que ya no debe existir discusión alguna. Lo afirma Octavio Suárez, un economista sanmarquino afincado veinte años en Francia, tierra de vinos y quesos; y lo confirma don Zetti Gavelán,  trotamundos y abogado —en ese orden— que entra y sale de Francia como Pedro en su casa,  y que además de ser un gourmet de primera tiene en su hoja de vida el haber sido actor de cine, interpretando nada más y nada menos que al legendario indio Jerónimo. Lo ayudaron sus facciones aindiadas, un frondoso pelaje negro, que ahora ya es historia,  su audacia tercermundista y por supuesto que los consabidos trucos cinematográficos. Porque realmente hay que ser audaz para literalmente treparse a un caballo sin tener una mínima experiencia sobre el asunto, lo que es más grave: sin haber visto jamás a un equino,   montarlo a pelo y  cabalgar en medio de flechazos y pistoletazos. De esta cinta, las siempre irrespetuosas polillas han dejado apenas una que otra copia que deben andar refundidas por alguna cinemateca parisina, pero ha quedado una linda experiencia que el buen Zetti la suelta cada vez que los  tragos le revuelven la nostalgia.

Pero volviendo a los quesos, he de decir que ya no tenemos nada que envidiar a los mejores productores del mundo, incluyendo a los suizos. Es cierto que para contentar a los paladares exigentes  de algunas gentes tenemos todavía que importarlos, pero  no faltamos a la verdad  si afirmamos que en nuestras tierras ya se procesan quesos duros, semiduros y fundidos, tradicionalmente importados, que deben sumarse al clásico queso fresco, de vaca o de cabra, que sigue haciendo las delicias de las mesas populares, acompañándolo con un buen choclo serrano, mejor si es del valle sagrado de los Incas, o  como ingrediente en una sabrosa papa a la huancaína.

2

Sobre el queso peruano, particularmente el cajamarquino, el arequipeño y el de las serranías de Lima, que son los mejores, hay mucho que hablar, sin embargo, no son esos quesos el motivo central de estas líneas; lo son los otros «quesos», con comillas, amigos que conocí a lo largo de los cinco años  —1959-1963—  que pasé en el más que centenario Colegio Guadalupe, y a los que en honor a la verdad les debo mis primeros conocimientos, en vivo y en directo, de lo que era el Perú ancho y ajeno de mis días de colegial. Estos «quesos», a los que todavía llevo en las retinas, en la memoria y,  a  algunos, en el olfato —de ahí el mote peyorativo—, me revelaron que el país era mucho más grande que las calles, los  callejones, el parque  y la iglesia colonial de Monserrate, del limeñísimo Cuartel Primero, donde habíamos nacido en medio de las gratas fragancias de los anticuchos, el choncholí y los picarones.

Acostumbrado a un modesto Centro Escolar, como lo era el República de Venezuela, donde cursé mi primaria,  con apenas 10 u 11 aulas y un solo patio, Guadalupe nos deslumbró con sus 5 enormes patios, incluyendo el de Honor para las ceremonias oficiales, sus profesores que no solamente enseñaban en el Colegio sino en la Universidad;  y por supuesto que tenían que sorprendernos sus miles de estudiantes que daban la hora con su uniforme  tipo comando, su internado para   provincianos, Comedor para 600 comensales, Capilla, Salón de Actos, Banda de Músicos, Salón de Música, Coro, Biblioteca, Gimnasio, Centro Médico, talleres para trabajos manuales, estadio, clubes de periodismo, teatro, etcétera.

Guadalupe era realmente el primer Colegio Nacional de la República  y la «G», en granate sobre celeste, la llevábamos orgullosos en el pecho, en la sangre y en el alma, dispuestos a demostrar que «quien estudia triunfa»; y que no era necesario tanto discurso sobre  la calidad y la excelencia  para dejar la vida  en los desfiles escolares  del Campo de Marte,  luciendo  escarpines,  casco,  fornitura y los viejos Máuser —herencias de un pasado militarizado— que nos permitían, año tras año, arrasar con todos los premios habidos y por haber. Triunfos que inevitablemente encendían  pasiones en  otros Colegios secundarios, y que explotaban en los estadios de fútbol ante los clásicos rivales: Alfonso Ugarte y Mariano Melgar, pero en donde la sagrada  «G», a puñetazo limpio sabía también imponer condiciones.

Eran los tiempos en que el Estado todavía mostraba alguna preocupación por la educación, no porque ese fuese uno de sus objetivos, sino porque desde abajo —como ha sido siempre en el Perú— los pueblos supieron arrancar su derecho a la educación. Los mejores alumnos, por ejemplo, llegaban a Guadalupe porque el Estado costeaba a través de becas integrales sus estudios secundarios, que incluían el internado. Y aquí estaban los «quesos», procedentes de todos los puntos del país, convertidos en las avanzadillas  escolares de la avalancha provinciana que llegaba a Lima en esos años  a la caza de nuevos horizontes. De la costa y la selva eran los menos: la mayoría venía de la sierra con sus mejillas coloreadas por el sol y el frío de los Andes, masticando en no pocos casos un español más cerca del quechua que de la lengua de Cervantes y llevando todavía encima la fragancia de  los valles interandinos o de las altas punas: del maíz,  del chuño, del ichu,  de la  lana...

Años más tarde,  en nuestras andanzas por el mundo andino, nos íbamos a volver a encontrar con esos olores, haciéndonos recordar en cascada los rostros de todos los Quispes,  Mamanis, Maytas, y Salsavilcas que habíamos conocido en nuestra adolescencia y que,  junto a los Magallanes y Zambranos o a los Yonamines y  Li, convirtieron a Guadalupe, en pequeño, en el Perú de todas las sangres del que nos iba a hablar Arguedas; y a los «quesos» serranos en  los pequeños  zorros de arriba, que bajaron a la costa, y a Lima en particular, muy tímidamente al principio, pero que luego de aclimatarse, como parte de la marejada andina, le impusieron a la capital del arroz con pato y la  mazamorra, sus  lógicas provincianas, sus cantos,  colores y sabores, convertidos ya  en  los «nuevos limeños»  de una ciudad ahora culturalmente quechuañolizada.  

3

¿Y tú, cumpita, de donde eres? De Huancavelica respondía. uno,  ¿Y tú, patita?, De CoraCora, decía el otro, ¿ Y tú, carreta? De Puno, exclamaba el tercero. Pero también había cusqueños, apurimeños, huancaínos,  y de la sierra de Lima: yauyinos, cajatambinos, canteños, huarochiranos y sabe dios de qué otros lugares o parajes. Lo cierto es que, cuando en las vacaciones de mitad o de fin de año volvían a sus terruños, abandonando temporalmente el internado, algunos decían: «De aquí voy en ómnibus hasta tal lugar, es un día y medio de viaje, y en la punta de carretera me esperan las acémilas puestas por mi padre, en las que después de cuatro horas de cabalgata, llegaré  a mi sitio». No había otro modo de trasladarse.

Para un limeño que nunca había salido de la Lima cuadrada, que se movilizaba a pie, en tranvía o en los destartalados ómnibus urbanos,  y cuyo horizonte hacia los Andes terminaba en el cerro San Cristóbal, esas referencias era alucinantes; como también lo eran los mensajes radiales matinales, que se sucedían uno tras otro, como éste: «Atención Ucuncha en La Libertad, atención Ucuncha en La Libertad,  mensaje para la familia Torres Díaz, mensaje para la familia Torres Díaz, el día viernes 15 llega su hijo José Natividad, su hijo José Natividad, esperarlo con las acémilas, esperarlo con las acémilas»; constituyendo estos llamados  toda una invitación a la imaginación y a la curiosidad de saber cuán grande era el Perú,  y qué había detrás de ese cerro San Cristóbal que  en 1536 había servido de parapeto a las huestes del fiero Titu Yupanqui, que bajaron desde  las nieves perpetuas para arrojar al mar a la soldadesca española capitaneada por Francisco Pizarro, aventura bélica que para suerte de los invasores terminó en el fracaso.

Cómo no agradecer a  esos «quesos» guadalupanos, siempre en los primeros puestos de la clase, el habernos permitido por primera vez  aproximarnos, aunque sea imaginariamente, al Perú real y profundo, oculto siempre tras las marquesinas deslumbrantes pero precarias del Perú oficial y que en su movimiento milenario en Costa, Sierra y Selva, le han dado forma y esencia a nuestra historia patria.

Lima, noviembre de 2004

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© 2004, Alberto Mosquera Moquillaza
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Para citar este documento:
Mosquera Moquillaza, Alberto: «Mis amigos, los "quesos"», en Ciberayllu [en línea]


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