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Hombre de las dos paradojas

Víctor Hurtado Oviedo

Cuando las vanguardias ceden y se esfuma la regla, queda la excepción: Borges.

 
  En 1955, el escritor argentino Jorge Luis Borges está casi ciego. Tiene 56 años, una obra perfecta, una madre dominante y un futuro que no habrían previsto ni sus cuentos fantásticos. Sus libros se compran poco; ha alcanzado el prestigio, no el éxito, pues, generalmente, el éxito lo vende Emilio Estefan, y el prestigio lo obsequian los que saben. En desorden, más tarde le llegará la inmortalidad; después, la muerte. Es uno de los grandes centenarios del siglo.

El hombre que jugó con las paradojas griegas, es también una contradicción. La doble paradoja de Borges consiste en ser un escritor de orden en un siglo de vanguardias, y un caballero conservador que disuelve la realidad que respeta como ciudadano.

Un clásico en el caos

Cuando Borges ha cruzado el medio siglo, el arte ya ha visto todo: el cubismo, el dadaísmo, el surrealismo, la abstracción, el collage, la tijera, el engrudo, el cuadro sin cuadro y la escultura sin forma. La misma poesía ha sobrevivido a las aventuras más raras: el verso libre —que es una contradicción, un oxímoron—, el caligrama, el soneto trilingüe, la estrofa octogonal, la intervención desconcertada del tipógrafo, y el no-poema, al que sólo un lector muy simple podría ver como una página en blanco.

Borges vivió cerca de esas sorpresas. Nacido el 24 de agosto de 1899, comenzó su afán poético en el ultraísmo, una forma moderada de vanguardia que —más que el desquicio óptico del verso— ejecutaba la poesía como un festín de imágenes: «Dos estelas estiran el asfalto / y el trolley violinista va pulsando el pentágrama en la noche» (poema Tranvías). El ultraísmo no fue una escuela demasiado audaz. Cuando el ultraísmo era un juego de niños, las otras vanguardias ya estaban en la delincuencia juvenil.

A mediados de los años 20, Borges ha abandonado todo intento vanguardista. Alternará el verso medido y el libre, y cultivará siempre el poema conceptual, sentencioso, como un Quevedo sin métrica. Borges ha comenzado su aproximación al equilibrio, hacia lo clásico, donde los héroes de la Ilíada se truecan sin pérdida en malevos de barrio. En 1960 escribe sobre su juventud: «En aquel tiempo, buscaba los atardeceres, los arrabales y la desdicha; ahora, las mañanas, el centro y la serenidad».

Su prosa sigue igual destino, de lo arduo a lo claro. A la fiebre barroca de sus primeros ensayos —los que repudiará luego— sucede una prosa espléndidamente imparcial entre el humor, el ritmo y la idea: «Mi padre había estrechado con él (el verbo es excesivo) una de esas amistades inglesas que empiezan por excluir la confidencia y que muy pronto omiten el diálogo» (cuento Tlön, Uqbar, Orbis Tertius).

Empero, cuando Borges ya ha arribado a la serenidad brillante, nuevas vanguardias siguen horadando la prosa en busca del revés de la trama. En manos vanguardistas, el texto se desteje; es un tapiz que quiere mostrar la puntada, no el dibujo. La novela ya no es obra: es taller. Se experimenta; se narra con tiempos cruzados, voces múltiples, párrafos truncos, acotaciones de teatro y guion de cine. Se llega a la hecatombe del punto en el altar de la coma, y la novela tiene algo de libro y mucho de baraja: es un juego; pero Borges ya está en otra cosa.

La primera paradoja de Borges es, pues, que pasa al futuro como un autor de orden en un siglo de «caos». ¿Por qué?: quizá porque no hay paradoja y para todos los genios hay sitio. Las escuelas pasan; los genios permanecen; los genios ya son, ellos mismos, escuela. No importa la forma de la obra, sino la obra bien hecha. El caos puede urdir libros geniales, y serán obras maestras del caos, como las Soledades, de Góngora, y Ulises, de Joyce. También el descoyunto del verso ha creado a Vallejo, tanto como el orden nos deja a Rubén, quien no falla una rima.

Un anarquista inesperado

En 1955, Borges es también un caballero asaz conservador que ha condenado a los nazis y que ve a los peronistas como una forma compadrita del fascismo; pero la izquierda lo espanta igualmente. En 1920 ha escrito «salmos rojos» a la Revolución Soviética: «[�] el sol crucificado en los ponientes se pluraliza en la vocinglería de las torres del Kremlin» (poema Rusia). En aquel entonces sabía que todo es verdad si es rojo el color del cristal con que se mira.

A mediados de los años 50, sus colores son otros. Aún le falta a su vida el defender dictaduras militares, y, en setiembre de 1976, al llegar al Chile de Pinochet, declara su contento por «el hecho de que aquí, también en mi patria y en el Uruguay, se estén salvando la libertad y el orden».

En la Argentina, país de enormes haciendas, Borges carece de una; en Buenos Aires, ciudad gigantesca, él no tiene casa propia; pero, aun así, siente suyos el perfume de una aristocracia que no lo lee y el brillo de espadas que él ya no ve. Para la derecha, Borges será un regalo que no ha pedido y que no merece, pero le viene bien un hombre derechista, pobre y de traje entero, para que aprendan de él los descamisados.

Y, sin embargo, el mismo que insiste en que otros conserven lo que él no tiene, está escribiendo una obra fantástica que, leída de cierto modo, es una negación del orden —del cualquier orden—.

Todo malestar es fértil. La felicidad personal no quiere tomarse molestias, pero la insatisfacción empuja a crear. De la insatisfacción nacen la guerra y la literatura; y dentro de esta se halla la creación fantástica, que no debe ser comprendida siempre como un escape.

De entre la vasta escritura de Borges, tal vez más que los poemas, queden los ensayos y los cuentos; y, entre estos últimos, los primeros serán los de condición fantástica. Desde antiguo, este género se ha poblado de objetos repentinos: un cáliz venerable, una varita mágica, una lámpara maravillosa...; pero no son misterios en sí mismos, sino utilería de cosas dispuestas para que un héroe emprenda aventuras.

En cambio, en Borges —como en Cortázar—, el objeto maravilloso es un intruso que atrae hacia sí las vidas que lo rodean. Todo lo curvan. El objeto mágico es una moneda (el zahir) que obsesiona hasta la locura; es una esfera ínfima (el aleph) que muestra todos los tiempos y todas las cosas del mundo; es una enciclopedia premonitoria pues explica lo que aún no existe; es una biblioteca que ocupa todo el universo...

En Borges, la literatura fantástica disuelve los límites de las cosas. Los colores, el peso y los bordes de los objetos vibran, se «contaminan de irrealidad». Todo lo que vemos es un sueño de otro. Nuestra vida ha de volver en un retorno perpetuo. En el cuento La lotería en Babilonia, la pasión del juego es metáfora de un engaño: el de nuestra fe en que hay vínculos naturales entre personas y cosas; pero no es así: todo puede cambiar de manos. Si hasta el poder y la propiedad pueden sortearse, es porque nadie ha nacido para gobernar y nadie ha nacido para ser dueño. Borges postula un mundo de un íntimo azar. Un personaje suyo dice: «He conocido lo que ignoran los griegos: la incertidumbre».

En Borges siempre habitó un individualista señorial; es decir, un extraño anarquista más interesado en su libertad que en la justicia: no hay sociedad, sino individuos; no hay progreso, sino azar —decía—. Contradictorio hasta el final, su brusco militarismo senil se esfumó en un arrepentimiento. Es posible que ese «otro Borges», oscilante, agnóstico, independiente y benévolo, haya escrito los cuentos fantásticos donde el mundo está mal hecho y donde —a la inversa del arte comprometido— la realidad no es corregida por una tesis, sino por una duda. He aquí la segunda paradoja de Borges: ser un ciudadano del orden y proponernos una cósmica anarquía.

También paradójicamente, el terco individualismo de Borges nos deja su mejor herencia. Para él, su vida fue el arte; y, si no hay dos vidas iguales, no debe haber dos escrituras iguales. La gran obligación es ser distintos. Jorge Luis Borges fue una excepción: lo hubiese aterrado convertirse en la regla.

 
© 1999 Víctor Hurtado Oviedo, vhurtado@nacion.co.cr
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