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29 octubre 2002

Entre reyes

He aquí una crónica músico-literario-sentimental de un viaje a la ciudad de México, donde surgen tumbas, rumberas y sabios

Víctor Hurtado Oviedo


«Más allá de la muerte, estás tú;
más allá del final, estás tú: más allá».
Al di là, bolero cantado por Javier Solís.

Para Felipe Jaime, en el lago de su tierra.

México, Distrito Federal

En lo alto del día

Aunque rodeado de muertos, me siento muy solo. Ninguna alma viva sube la cuesta de este cementerio, que ya va haciéndose pirámide azteca bajo un sol que cae con violencias de gamonal. Muy abajo, al pie del sendero, el pórtico aún canta: Panteón Jardín, con su breve elocuencia; pero hay que seguir más allá pues arriba, en su Olimpo mestizo, aguardan los dioses.

Las lápidas ya no saben cómo matarse el tiempo entre condominios de tumbas. Los árboles trenzan sombras poblanas, pero no existe ni un asiento de piedra en esta ruta: desde que privatizaron los bancos, no hay dónde sentarse en los parques. La sed riega todo el camino, y esto le pasa a uno por no hacer ni ejercicios espirituales. Por fin, más allá, el sendero quiebra una esquina; a la derecha se acerca el huerto cerrado de los grandes, hortus clausus de la Asociación Nacional de Actores de México.

¿Cuánto ha durado este viaje? Toda la vida: cuarenta años de memoria, kilómetros por miles, un avión, un taxi pirata, un subterráneo pleno de calor humano, tres ómnibus enloquecidos por el estruendo del Distrito Federal, y la cuesta que asciende más allá, hasta la tumba de Javier Solís, señor de Sombras.

Foto del cronista en la tumba de Javier Solís
Incansable, descansa el cronista tras ascender al santuario del bolero ranchero: la gloriosa tumba de Javier Solís (1931-1966).
El huerto es un enorme cuadrado ceñido por muros; las tumbas, negras piezas de dominó esparcidas sobre el pasto. Algunas están rotas, con las cruces por el suelo; falta que les salgan manos como lirios en un ensayo del Juicio Final. A esa gente la ha rematado el olvido. Ni Pedro Infante ni Jorge Negrete rondan por aquí; sus tumbas viven cien metros más abajo.

A la izquierda, Pedro de Urdemalas (Amorcito corazón); a la derecha, el incansable Fernando Soto, Mantequilla. Arriba, Luis Arcaraz (Quinto patio); cerca, Tito Guízar. Más arriba, el gran Álvaro Carrillo (La mentira, Sabor a ); fue ingeniero de caminos, y ahora, de noche, construye subterráneos para que se visiten los muertos. Al bajar un poco, se arrima la tumba de Salvador Chava Flores, «cronista musical de la ciudad de México». De Chava aparece grabado un pensamiento radiante: «Si volviese a nacer, querría ser el mismo, pero rico: nada más para ver qué se siente». Dices bien, cronista. El dinero no da la felicidad (avisen a los pobres), aunque sí la libertad.

Entonces, ahora, más allá, cerca, en el centro de todo, bajo un pino seco que lo imita en la muerte, está esperando estas flores la voz absoluta: el ser en sí, la razón suficiente del canto, el Ontos con mariachis, la voz así debida, el rey del bolero ranchero. Al lado, trazos de un arreglo floral: «Legión de admiradores de Javier Solís (1931-1966)».

Dice Javier que aquí la pasa muy bien, entre amigos («grata compañía» escribió el encantador Alfonso Reyes). Panteón: «todos los dioses». Encuentro mucho mejor a Javier. La muerte lo ha repuesto de la vida: ya sin pobreza, orfandad, ignorancia, estirpes confusas y el vislumbre final de una familia modesta; después, siempre, nada más que la gloria.

Había que llegar a esta tierra sagrada: aquí, a lo alto, donde la piedra se entiende con el cielo.

Rumbo rumbero

El metro gigante —el metro y medio del Distrito Federal— nos expulsa como hormigas bajo el enorme Palacio de Bellas Artes, blanco y frío por fuera, frío y bau-Haus por dentro; pero yo voy hacia la competencia: voyme hacia el Teatro Blanquita, donde el recuerdo palpita.

La noche es joven, tanto, que no llega a mediodía. Bien visto, este desfase no ayudará a la experiencia. «¡No importa!», aconsejaba José Enrique Rodó ante el infortunio. A doscientos metros del Palacio, la calle se ha hecho plebe; a trescientos metros, vibra la tierra sobre el lago porque vive el vero mero México que has de querer de a de veras: caras de indios, voces mestizas. México es vida, amistad, desprendimiento. México es maravilloso. Lo mejor de México es que no se parece a Televisa.

El Teatro Blanquita duerme cerrado a estas horas, indecentes para bohemios. Cartujos del pulque se estiran sobre trapos a las puertas del mito. Se alza blanco el Blanquita (nótese el juego de palabras). No es gran cosa por fuera; ancho sí, aunque plano. Letras negras avisan: Los Platers, clones de octava generación; mas no se olvide que estamos ante las puertas cerradas de la Historia.

El Blanquita es un glorioso tótum revolútum de rock, rap, huapango, bolero, vals, ranchera, son, rumba, chachachá, danzón y mambo. Aquí aún bailan rumberas de cuerpo presente. El Teatro Blanquita es un mito con muerte y resurrección incluidas porque lo dieron por muerto, como a charro afrentoso y raptor, y aquí está, cuidándole la infancia a la Historia. El Blanquita y Roma son eternos. Ya venden entradas para apreciar, en directo, el Juicio Final. Habrá que ver entonces cómo José Alfredo Jiménez explicará al buen Jesús que él, músico egregio, sigue siendo el Rey.

In illo témpore (años 50), el Teatro Blanquita fue la basílica del mambo porque —grecicemos— basílica significa «casa del rey», y el rey del mambo fue y será Dámaso Pérez Prado, matancero universal. El mambo es un sueño de Dalí que baila Tongolele, y Dámaso Pérez Prado es el Góngora de las corcheas que se fue en Caballo negro.

Más allá, dos cuadras a lo largo de la Historia (a mano derecha), dormita el ágora de los mariachis. El mediodía nublado destiñe a la plaza Garibaldi. Gris es y cementérea. Es un cuadrado inmenso con peristilo dórico cual frontis. Ya que estamos casi en Grecia, añádase el decir que la plaza Garibaldi es a la música ranchera lo que el Partenón es a Occidente. ¡Oh pueblos: venerad a los clásicos!

Obviamente, vengo a visitar una estatua pues ahora roncan los mariachis su sueño de astros; pero uno, un músico antiguo, vestido de gris, yace sentado sobre un poyo cemental, medio a medias, junto al monumento del único y supremo. Veo muy bien a Javier sobre su pedestal, con ese bronceado perfecto y metálico; lleva un sombrerazo en las manos cual si fuese el timón de la carabela en la que navegó hacia la eternidad.

Hablo con el charro sobrante de la noche. Dice aliterando en ch: «Era chino y chiquito». «Vine a ver su estatua», respondo. El mariachi sonríe y aprueba. El borracho me da su voz de aliento. Amor y tequila hay en la voz de su memoria.

El Sol cierra su banco de nubes y sale a la plaza. El bronce de Javier brilla y ya es de oro: Eternamente, escribió Chamaco Domínguez.

Vértigo en Capilla

El sabio que leyó todos los libros de todos los tiempos en todas las lenguas vivió en una casita de maestro primario pues tal vez creyó el cuento de que el hombre más feliz del mundo no tiene camisa. «Siempre habrá pobres», «no hay almuerzo gratis»: humorismo de nuestro tiempo. Alfonso Reyes y su mínima casa olvidaron una sentencia de Eugenio d'Ors: «Siempre habrá pobres; procurad que no siempre sean los mismos».

La casa de Alfonso Reyes Ochoa está más allá, no lejos del Centro Histórico, aunque lejos y cerca sean conceptos de física cuántica dentro de esta ameba gigante que traga y se extiende por el valle de México. El maestro partió de aquí, desde Anáhuac, en diciembre de 1959, pues ansiaba cotejar con Homero ciertos pasajes de su traducción de la Ilíada. Será cosa de ver a Reyes dialogar con los clásicos, en túnica ática y envuelto en sarape.

Su casita es museo. La presencia de Alfonso Reyes domina en el viento dormido entre los cuadros de Diego Rivera, los diplomas de la Academia Francesa, el diluvio de honores del mundo y las reliquias del sabio: monedas, fotos, lápices, soldaditos de plomo...; pero algunos libros anuncian ya la apoteosis que está por abrirse. En la sala de Reyes, el paso de una puerta sencilla merece estas frases de Borges, su admirador, su amigo: «Los rumores de la plaza quedan atrás y entro en la Biblioteca. De una manera casi física, siento la gravitación de los libros».

¡Feliz tú, Reyes, que leíste el paraíso en la tierra! Los libros están aquí, por fin, después de tantos sueños, de tantas fotos vistas, de mi imaginación provinciana que creía imposible esta Atenas posible en una esquina de México. La vasta, alta y profunda biblioteca: quince metros de largo por ocho de ancho por siete de alto. Esto es el vértigo.

Foto del cronista
Detalle de un extremo de la Capilla Alfonsina, la mítica biblioteca del sabio Alfonso Reyes (1889-1959), en la capital de México.
La biblioteca es una caja inmensa y echada donde podría entrar la casa de Reyes. Estoy preso y libre en este cerco de libros, de cuadros, de esculturas, de muebles, de mesas, de recuerdos, de escaleras que suben al segundo piso porque hay segundo piso y barandas que circundan todo; y subo y me asomo al espacio interior como hacia un vuelo sin distancia y sin tiempo: solo son los libros, la gravitación de los libros, que han sitiado al mundo y que están aquí para tocarlos a fin de dar un testigo a esta verdad porque solo con las manos puede terminar de creerse el milagro.

Veinticinco años trabajó Reyes en el servicio diplomático para retirarse y construir esta biblioteca, la Capilla Alfonsina. Trazó un dibujo sobre un papel, y así mismo se hizo. «No puedo creer a mis ojos», anotó después en su diario. Murió aquí, durmiendo con un libro entre las manos y otro en la imaginación.

Al morir, a los 70 años, Alfonso Reyes —nuestro Erasmo americano— había añadido sabiduría al mundo, solidaridad con la República Española, conciencia de nuestra América, curiosidad por la Utopía, tolerancia ante el diferente, humanismo clásico y pasión por enseñar al que no sabe —y sobre todo al que cree que ya sabe—. A quien lo acusó de grecizar en demasía, contestó con su bellísima Visión de Anáhuac porque una debe ser, al fin, la historia de la especie humana. «Dios benévolo» lo llama el poeta José Emilio Pacheco. Otro rey Alfonso el Sabio, el sabio Alfonso Reyes. Su prosa es continua, clara, conversadora y feliz. Son los suyos textos tejidos con la luz del día.

¿Abres un libro de Reyes, viajero? Haces bien. Has llegado a la región más transparente. Leer a Alfonso Reyes es un acto de elegancia.

(Septiembre del 2002)

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© 2002, Víctor Hurtado Oviedo
Escriba al autor: vhurtado@nacion.co.cr
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