Entre el padrinazgo y la democracia

[Ciberayllu]

Alfredo Quintanilla

 

El llamado "fenómeno Fujimori", ¿ya pasó o volverá a manifestarse en los próximos comicios? ¿Cuáles son las concepciones populares acerca de la política? ¿Han sufrido transformaciones con la crisis? Estas son algunas de las preguntas que el siguiente ensayo pretende responder.

La concurrencia de cuatro factores (o el desarrollo de cuatro contradicciones) está cambiando aceleradamente la configuración de la sociedad peruana en los últimos quince años:

  1. La grave crisis económica que perdura casi ininterrumpidamente desde 1975;
  2. La violencia política desatada por Sendero Luminoso en 1980 y la guerra sucia contrainsurgente;
  3. El crecimiento de las redes de narcotráfico que expande la corrupción a niveles insospechables;
  4. La transformación de los roles del Estado: privatización y derrumbe de las políticas sociales, a la par de un proceso de militarización.

Estos procesos están produciendo cambios muy profundos en el esquema de satisfacción de las necesidades básicas del conjunto social, de tal manera que las clases y las instituciones se transforman, surgen nuevos actores y prácticas sociales; son cuestionados los patrones de juicio del pasado; y, en medio de este vendaval y turbulencia sociales, los individuos —al ver crecer la distancia entre su nivel de aspiraciones y de sus realizaciones— viven en permanente descontento y tensión, lo que influye, a su vez, sobre el relajamiento en el cumplimiento de las normas sociales.

En el campo han prácticamente desaparecido las formas empresariales cooperativas generadas por la reforma agraria (1969-76), siendo sustituidas por decenas de miles de parcelas que si no han podido adaptarse a los retos de la agroindustria de exportación o al abastecimiento competitivo de productos de panllevar a las ciudades, se extinguen lentamente siendo abandonadas por sus propietarios, particularmente en las zonas de guerra, para integrarse éstos a la economía de la cocaína o para buscar sobrevivir en las ciudades.

Ramas enteras de la industria nacional han quedado reducidas a su mínima expresión. Igual situación se observa en la minería y la construcción, lo que ha disminuido el peso del proletariado en el conjunto social. Por ejemplo, en 1977 la clase obrera representó el 29% de la PEA de Lima, mientras que en 1989 descendió al 19.7% (Balbi y Gamero 1990: 64). Muchos de estos proletarios se han convertido en micro-industriales o artesanos que proveen de bienes a los pobres de las ciudades que se debaten en una economía de sobreviviencia, tratando de resolver —a veces colectivamente— sus necesidades alimentarias.

Como consecuencia del desarrollo de la crisis de inflación y recesión, y de la guerra interna, el Estado y la sociedad han sido progresivamente militarizados. El desempleo es cubierto en parte por las necesidades de la guerra: reorganizaciones de la policía e incremento de efectivos, así como la creación de verdaderos ejércitos privados de guardaespaldas y vigilantes que alcanzan más de 60 mil hombres (Arana 1991).

La política de reformas económicas impulsada por el Fondo Monetario Internacional tiene como eje la reducción del gasto público: en consecuencia la reforma del aparato estatal ha cesado a más del 50% de burócratas en algunas instituciones públicas.

Hay también un proceso migratorio coincidente con el proceso de desplazamiento campesino de las zonas de guerra: varios cientos de miles de individuos de las capas medias y la pequeña burguesía criollas, empobrecidas por la crisis económica y atemorizadas por la espiral incontrolada de violencia, han optado por salir al extranjero.

Todos estos hechos, acumulados y concentrados en unos pocos años han generado transformaciones en los grupos sociales, identidades, relaciones y jerarquías, de tal manera que los patrones de juicio de los individuos acerca de lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto, lo permitido y lo prohibido, han entrado en cuestionamiento, particularmente a partir de setiembre de 1988 en que se desató la crisis de la hiperinflación. Así, crece un profundo desorden en el que "cada uno hace lo que le da la gana" (Ames 1988: 128) y en donde crecientemente se van alterando las normas de conducta y las relaciones interpersonales e intergrupales. De esta manera, no podemos decir que el Perú sea una sociedad "medianamente intacta o en estado de transición", sino, por el contrario "una sociedad eminentemente conflictiva, convulsionada, casi en estado de descomposición" (Rodríguez 1989: 14). Se puede afirmar, entonces, que estamos asistiendo a la transformación global de la sociedad peruana y de sus procesos económicos, políticos y culturales, particularmente en las ciudades.

Práctica política popular y factor religioso

En una sociedad de escasez de recursos como la nuestra, en la que la modernización económica no ha traído la redistribución del excedente y —por el contrario— ha mantenido la distancia entre las clases sociales, y en la que no ocurrió la revolución política que abriera las puertas a la modernidad cultural, las concepciones tradicionales sobre el poder y la política, permanecen en la conciencia social, de tal forma que la democratización de las relaciones sociales puede figurar en la Constitución, pero quedar trabada estructuralmente en la realidad.

Si se toma en cuenta que tanto lo religioso como lo político son prácticas totalizantes que integran las dimensiones afectiva, volitiva e intelectiva en los individuos y que responden a la necesidad del ser humano de creer que las duras condiciones de su vida cotidiana pueden ser superadas y que ofrecen —en contacto con el pensamiento y lenguaje míticos— utopías que unifican, multiplican y movilizan las energías de grandes colectividades que buscan la plenitud, no extrañará que se encuentren profundamente interrelacionadas (Vega Centeno 1991: 50-90; Gramsci 1977: 105-110; Flores 1987: 366; Rodríguez 1992: 58-60). Ya Imelda Vega Centeno, siguiendo a Houtart, Windish y Balandier, entre otros, ha mostrado cómo se da en concreto la articulación de la práctica política en la mentalidad mítica andina, en un enjundioso estudio sobre la mística presente en el movimiento popular aprista.

En nuestra historia, tanto la tradición mítica andina como el catolicismo colonial, han reforzado durante siglos la noción de que el poder y la autoridad provienen de la divinidad. Ellos han sacralizado tanto el autoritarismo y la arbitrariedad de quienes ejercen el poder y también la pasividad y sumisión de las clases subalternas, dándoles un verosímil de "naturales" a este tipo de relaciones sociales y velando su capacidad para "ver" o imaginar otras. Porque no hay que olvidar que la concepción mítico-religiosa cumple la función de hacer soportables las desigualdades e injusticias sociales. Es difícil que se pueda demostrar, por tanto, como lo intentan Degregori (1988) y Ansión (1989), que en las comunidades campesinas tradicionales se haya practicado la democracia, si la entendemos como el sistema que permite ventilar abiertamente los conflictos, tomar colectivamente las decisiones, elegir las autoridades entre ciudadanos con iguales derechos y controlar su gestión con reglas de juego preestablecidas. Lo que hacen las fiestas patronales y el sistema de "pasar los cargos" es , justamente, consolidar las ventajas de los que pueden ser mayordomos o caporales y no de los que deseen serlo.

Las clases populares del campo o la ciudad —de núcleo cultural básico criollo o andino— saben por experiencia que el poder estatal lo detentan o administran quienes tienen el dinero o la fuerza: "los pudientes, blancos y criollos" (Boggio et al.: 96). Su acceso, casi por definición, está vedado a cualquiera y sólo reservado a unos cuantos, porque según sus creencias (es decir la lectura que hace el mito de los hechos históricos), el poder y la autoridad provienen de lo alto. Según esa concepción mítico-religiosa, sólo pueden gobernar los elegidos de la divinidad y no los elegidos por los ciudadanos como querría la modernidad cultural burguesa. Los estudios de la sociología de las religiones y de la más avanzada sociología política proponen que los movimientos políticos de masas son producto del encuentro, en épocas de crisis sociales, entre el líder carismático que predica un discurso verosímil (es decir accesible al lenguaje, los símbolos y las creencias básicas o sentido común de la multitud), reinterpreta toda la historia (o la cadena de sufrimiento de la vida cotidiana) y anuncia una salvación; y las masas que asimilan ese discurso a partir de esquemas míticos identifican al caudillo como si fuera su propio padre y mediador con la divinidad, depositan en él su confianza y le atribuyen las transformaciones o mejoras en sus vidas, puesto que observan su enérgica acción colectiva (que muchas veces llega hasta el sacrificio) sólo como un reflejo, o un complemento superfluo de la épica acción del caudillo (Vega Centeno 191: 71-79; Cantril: 360-398).

El padrinazgo: forma específica de la hegemonía oligárquica

En nuestros países las violaciones perpetradas por los conquistadores que generaron al bastardo mestizo como un personaje doblemente marginado, han tenido su transformación y prolongación republicana en los bastardos o hijos "naturales" de madre pobre y padre de estrato social superior. El patriarcalismo tiene, pues, en nuestras tierras esos ingredientes específicos de la lucha de clases, y es reforzado por la ausencia o debilidad de la figura paterna en el hogar. El padrinazgo, nacido como una institución religiosa católica, que garantizaba una guía espiritual para el bautizado, devino luego en un mecanismo de compensación y protección de los bastardos o hijos abandonados, de manera que el padrino se convierte también en protector económico, por lo que el ahijado le debe el respeto y la lealtad correspondientes a un padre sustituto.

Ésta no es, por supuesto, una institución exclusivamente peruana, pues se la observa entre los pueblos latinoamericanos, entre los del Mar Mediterráneo y aun en la organización clánica tan extendida en el Japón. Pero no sólo los hijos "naturales", sino también todos los pobres buscan padrino y los favores de su "vara mágica", contra los poderosos y como garantía de inserción, de permanencia y de ascenso en el mercado de trabajo, porque desconfían profundamente de las reglas del mercado y de que en él venzan los más capaces.

No se sabe en qué período, pero seguramente durante la recentralización del poder estatal que siguió a la Guerra del Pacífico, la institución del padrinazgo se transforma en la forma específica de hegemonía que asume el nuevo Estado oligárquico sobre la sociedad civil. Padrinazgo que no es ajeno al gamonalismo serrano, pues, como es conocido, éste también tenía un rostro paternalista (Burga: 106). Padrinazgo que la difusión del sufragio universal durante la segunda mitad de este siglo no ha podido erradicar.

Padrinazgo y no clientelismo —como afirma el grueso de científicos sociales— porque este último concepto denota una relación comercial entre comprador y vendedor de tal manera que "cuando los beneficios son mayores que los costos [la plebe] acompaña al líder o partido populista, y lo abandona cuando la relación se invierte" (Franco 1990: 205; ver también Pásara 1991: 201). Según Franco, a partir de la década de los años 50, los pobres de la ciudad asumen un nuevo estilo político: un clientelismo pragmático combinado con el uso de la presión. La prueba de dicho clientelismo pragmático estaría en las variadas simpatías que habrían mostrado hacia los inquilinos del palacio de Pizarro, desde el general Odría, hasta Alan García. Y añade: "esa conducta sólo es explicable� cuando se reconoce que tienen un conocimiento preciso de sus intereses y, por tanto, de sus objetivos" (ibíd.). En primer lugar, resulta riesgoso hacer generalizaciones y, luego, es arbitrario atribuir a las reivindicaciones inmediatas de las masas la calidad de intereses y objetivos políticos, más aún cuando no se exhiben las prácticas o movimientos sociales que habrían permitido tal transformación en la mentalidad de los migrantes; a menos que para Franco la política sólo consista, lo mismo que para Ansión, en "el espacio de resolución de conflictos sociales" (1989: 63) desvinculado de la lucha por el poder estatal, que bien podríamos denominar —sin alterar su definición— beneficencia, cooperativismo o mutualismo. ¿Cómo hablar de pragmatismo si se admite que las clases populares perciben el "poder oficial (incluidos los partidos políticos) como instancias ajenas" (Boggio et al.: 97), es decir, cuando no ejercen control sobre los instrumentos que les pueden servir para lograr sus metas?

Si expresión del pragmatismo popular es la frase "hechos y no palabras" que consagró el dictador Odría como rechazo de la retórica engañosa de los políticos, ¿qué significa que las multitudes sigan mudando su confianza y expectativas cada cierto tiempo a otros caudillos, a otras palabras, a otras promesas? A que, justamente, la visión religiosa de abordaje de lo político que poseen las grandes masas, no ha sufrido mayor modificación. Un análisis más detenido muestra que en el voto por el partido del orden confluyen el agradecimiento a una política de reparto de víveres o bienes semejantes, realizada por el candidato oficialista durante la campaña electoral, junto con la ilusión de conseguir algún puesto de trabajo, y a la necesidad de sentirse parte de una mayoría, reconocido y prestigiado ante los demás por su adhesión al padrino-caudillo.

La postura de Franco y otros ignora que nuestras sociedades son autoritarias por la gracia de Dios y así las entienden y asumen las mayorías populares, de tal manera que éstas difícilmente asumen que tienen derechos y entre ellos el de gobernar (Pásara 1991: 178). Por tanto, es mejor entender que la praxis política popular en una sociedad de escasez como la nuestra, se da en los marcos del padrinazgo, como mecanismo de regulación de intercambios con la autoridad y el poder y como forma de aproximación al caudillo (y a la trascendencia), padre de toda la clase o de toda la nación. Así, la relación padrino-ahijado es una relación desigual entre quien tiene poder, dinero, prestigio, sabiduría —o acceso a ellos— y quien no los tiene y sólo puede aspirar a la superación del "ninguneo" y al reconocimiento social por una concesión gratuita que debe ser retribuida con cariño, respeto y una lealtad que llega a la devoción.

Un estudio multidisciplinario puede contribuir a esclarecer la hipótesis de que el padrinazgo sería la estructura subterránea que cimienta y regula las relaciones internas en los partidos políticos populistas, entre las jerarquías criollas y las bases populares, en la cúpula de los cuales se halla un caudillo que sustituye a la figura paterna e, inclusive, llega a adquirir dimensiones mesiánicas (Vega Centeno 1991: 217-222).

Cambios en la práctica política popular

La década del reformismo militar y crisis del Estado oligárquico, que siguió a la movilización campesina de 1958-64, así como la correlativa movilización y lucha política nacional que culminó en el bienio 1977-79, generaron nuevas prácticas sociales que han ido cambiando —no se sabe todavía en qué dimensión, profundidad y permanencia— las concepciones populares sobre el poder y la autoridad. Los migrantes, al tomar contacto con la institucionalidad urbana y, en particular, con la que ellos mismos fueron creando a lo largo de varias décadas y luchas, conocieron la democracia y en su ejercicio desplegaron su formulismo y su apego a "los sellos y las firmas" en una suerte de "apropiación simbólica" de las leyes burguesas (Tamayo 260 y 245).

Varios autores han destacado el importante rol que jugaron diversos tipos de organizaciones urbanas en la socialización y adaptación a la vida citadina, en la conquista de derechos cívicos y bienestar material, en la conservación del legado cultural andino, y en la forja de una nueva identidad para las masas de migrantes en las ciudades costeñas. En particular, Carmen Vildoso estudiando el caso del sindicalismo limeño, destaca que "para los trabajadores de origen andino, (el sindicalismo clasista) fue un canal de reivindicación no sólo de clase sino también de su identidad en tanto serranos y provincianos" (1992: 29).

Durante la crisis, nuevos actores sociales aparecieron y actuaron conforme las contradicciones de la crisis se fueron desarrollando. Estas contradicciones imprimieron distintos plazos en el conjunto nacional por las diversidades, combinaciones y desintegraciones económicas, sociales e ideológicas, de tal manera que el movimiento vecinal actuó básicamente entre 1976 y 1980 y se reactivó en 1984-86; el movimiento regionalista, con flujos y reflujos, hasta 1990; el movimiento gremial de los trabajadores estatales, nuevo contingente que se asimiló a la dinámica sindical y fue muy activo entre 1976 y 1990; las organizaciones femeninas ligadas a la lucha por la alimentación y la salud, se extendieron a partir de la recesión y los "ajustes estructutrales" de 1983, pero con la debacle de 1988 se multiplicaron; las rondas campesinas de la Sierra norte que aparecen hacia 1978 y los parceleros de la Costa se movilizan a lo largo de la década pasada; mientras las rondas contrasubversivas digitadas por las Fuerzas Armadas aparecen en las zonas de emergencia a partir de 1985-86. Finalmente, las organizaciones de microindustriales, llamados "informales" por De Soto, crecen durante el régimen aprista, y aumentan su dinamismo en la escena urbana en los últimos cuatro años.

En torno a las características de estos movimientos y el papel que cumplen o pueden cumplir en el conjunto social, sus posibles efectos sobre el régimen político, las mentalidades y aún sobre las estructuras económicas, se ha realizado un debate que por momentos ha polarizado a quienes creen ver en estos nuevos sujetos sociales a los abanderados de las críticas al sistema capitalista, y a los que, por el contrario, no ven sino pasajeras actividades de supervivencia e ilusiones de investigadores sociales que proyectan en aquéllos su voluntarismo político. Buen ejemplo de la primera postura representa Humberto Ortiz, para quien las organizaciones económicas populares "al integrarse con las territoriales" y las "funcionales genera(n) un proceso sinérgico de construcción de un contra-poder, distinto, y alternativo a la estructura de poder existente, que pretende administrar, desde las organizaciones populares, todo lo que atañe al bien común" (1991: 35). El adalid de la segunda resulta Pásara —quien había anunciado la "libanización" del Perú—, que señala que estas organizaciones "no forman ciudadanos" (1991: 197) puesto que al combinar clientelismo con insubordinación en su relación con agentes externos y autoridades practican una "simulación adaptativa [que es] la producción de diversidad de respuestas que el sujeto intenta adecuar circunstancialmente a interlocutores y situaciones que vive, en buena medida, como ajenos�" (Ibíd.: 186).

Contrariamente a ese subjetivismo, según el cual los sujetos son ajenos a lo que ellos mismos hacen, y no se apropian de sus prácticas, es necesario destacar que lo que logran el cooperativismo, el sindicalismo y las organizaciones vecinales, entre otras, en el campo de la práctica política popular es, en primer lugar, despertar un espíritu participativo en conocer, idear alternativas, decidir y resolver prácticamente sus problemas comunales o gremiales y por esa vía, toman contacto con los asuntos públicos. El desarrollo de ese espíritu y esa práctica participativa ha despertado, en segundo lugar, una conciencia sobre los derechos fundamentales de la persona. La práctica participativa que ocurre en las organizaciones populares, en donde los pobres ejercitan su derecho a la palabra y al voto, y adquieren conciencia de la distancia entre la realidad y la norma escrita, entre la sociedad y el Estado, ha logrado derrotar, en muchas ocasiones, la pasividad espontánea que significa sumisión a la tradición, al azar y al padrino, pero, a la vez, apoltronamiento. En tercer lugar, esa práctica democrática ha conducido a las organizaciones populares por el laberinto de la solicitud del cumplimiento de la legalidad y su fracaso, bloqueo o rechazo, y las ha llevado a la experiencia del reclamo a viva voz y a la lucha reivindicativa que, cuantitativa y cualitativamente, ha sido distinta y superior a la del período 1940-70.

Esos son logros indiscutibles de los actores sociales del primer y segundo período que significan una experiencia democrática, distinta de la pasividad a la que el sistema del padrinazgo tenía y tiene sometida aún a la mayoría. Porque, no hay que olvidar que, pese a la existencia de varios miles de sindicatos, comunidades campesinas, cooperativas, comunidades laborales, comedores o comités del Vaso de Leche, es una minoría de peruanos la que ha transitado por esta experiencia democrática. Más aún, la vanguardia dirigente de estas organizaciones, muchas veces reproduce bajo nuevas formas y estilos su inserción en el sistema del padrinazgo, en tanto actúan como intermediarios frente a la autoridad y el poder, como bien lo describe la experiencia de Ancieta Alta, investigada por Larrea (1989: 71-90). Sin embargo, el que dirigentes populares reproduzcan el padrinazgo, se conviertan en caudillos o se enriquezcan a costa de los dineros de las organizaciones, de ninguna manera invalida —como propone Pásara— la confirmación de que ellas han logrado transformaciones cualitativas en la práctica política de un sector de los pobres de las ciudades.

La izquierda: Entre el padrinazgo y la ciudadanía

En los años 70, en medio de la concurrencia de factores macrosociales como la existencia de un gobierno reformista anti-oligárquico y una relativa bonanza económica, la activa capacidad de los pequeños partidos conocidos como la Nueva Izquierda en ligarse a los núcleos más dinámicos del movimiento popular; logró que el discurso de la revolución social prendiera entre las masas porque subvirtió la explicación oligárquica de la pobreza, según la cual ésta es el resultado de la ociosidad, la incapacidad o el Destino. Y la subvirtió porque la suya fue una explicación verosímil, creíble, que acompañó la transformación de la queja en acción colectiva de protesta y arrancó mejoras a las clases dominantes en el salario, las condiciones de vida y de trabajo. El discurso izquierdista que hasta esa década sólo prendía en pequeñas capillas de la juventud radical supo empatar con las expectativas de mejoras de las masas y supo contraponer frente a las clases dominantes "el espíritu de escisión, o sea la progresiva conquista de la consciencia de la propia personalidad histórica" como recomendaba Gramsci (1977: 216).

Este proceso de organización, movilización y politización de las masas culminó en el bienio 1977-79, durante el cual las multitudes se volcaron a las calles en protestas de claro perfil político, que, si no configuraron, por lo menos estuvieron muy cerca de una situación revolucionaria, como la conceptualizara Lenin.

En la década de los años 80, bajo el régimen belaundista, las protestas se toparon con los límites estructurales del escaso excedente social y del autoritarismo del Estado y fueron ineficaces para conquistar mejoras. Izquierda Unida no pudo o no supo combinar en una sola estrategia tanto el impulso proveniente de los nuevos actores sociales que sus mismos partidos acompañaban, como la actuación de sus representantes en la escena oficial. Se fue agotando poco a poco en una divergencia de discursos de los líderes que caricaturizaban la realidad y simplificaban sus prácticas anclados en esquemas insurreccionalistas o socialdemócratas; y por otro lado, en la actuación de los cuadros medios y militantes, pragmática y menos polarizada en lo ideológico que, si bien buscaba alternativas concretas en la administración municipal, la gestión empresarial o la conducción de la lucha reinvindicativa, resultaba competitiva en la microfísica del poder; lo que se revistió de la justificación ideológica y simplista que enfrentó la "lucha directa" versus el "copamiento del Estado".

Pero, por debajo de los movimientos tácticos confusos o de indefiniciones del proyecto estratégico, el grueso de los partidos de Izquierda Unida (IU) —por no decir todos—, pasada la coyuntura revolucionaria de 1977-79, terminaron reproduciendo en sus estilos y métodos de trabajo, los estilos y métodos de sus adversarios, es decir, el sistema del padrinazgo. Unos y otros, dirigentes y dirigidos, pero más los primeros, no supieron desarrollar una crítica radical de la política criolla y practicar la nueva moral de la que, por coincidencia, hablaron Mariátegui y Gramsci. Así, la democracia interna fue reemplazada por el centralismo; la igualdad, por las jerarquías; la solidaridad y el servicio, por la negociación de compensaciones; la participación de todos, por la delegación en unos cuantos; los derechos y deberes, por los favores; lo colectivo y nacional, por lo sectorial y grupal; la dirección colectiva, por el caudillismo; la iniciativa de las bases, por la dependencia de las consignas.

Por tanto, no debe sorprender que al llegar a la escena oficial hubiera muchos y notorios casos de desclasamiento de dirigentes de origen popular; manipulación caudillesca de gremios y organizaciones; conflictos internos de los partidos que terminaron en anatemizaciones y expulsiones; lucha fratricida por candidaturas a cargos públicos; y hasta latrocinio de dineros públicos o privados confiados a militantes o dirigentes izquierdistas.

La alternativa no estuvo ni está, por supuesto, en el fundamentalismo cuasi religioso de Sendero Luminoso que culpa a la escena oficial de haber corrompido a la izquierda, sino en la capacidad que tengan los núcleos izquierdistas en generar y extender su autocrítica y la crítica radical del padrinazgo criollo, argamasa, vasos comunicantes y red de la dominación política que los ricos ejercen en el Perú sobre las grandes mayorías.

Frente a esto, una amplia contraofensiva ideológica del liberalismo ofrecía salir de la miseria atacando al Estado antidemocrático e ineficiente que se había apropiado de la riqueza social y, recetando el caduco mito del rico empresario que empezó como pobre anteayer y que gracias a su esfuerzo individual y al ahorro conquistó la riqueza, hizo que los pobres perdieran la certidumbre sobre el camino del progreso vagamente ofrecido por la izquierda que tenía una estación previa en la revolución social; cuando el discurso y la práctica sangrienta senderista, similar al discurso de una parte de connotados líderes de la IU, alcanzaban resonancia nacional.

Esa incertidumbre básica explicaría la ausencia de explosiones de descontento contra las medidas del ajuste fondomonetarista en 1988 y 1990, cuando sí habían ocurrido en Argentina, Brasil y Venezuela. Incertidumbre básica que contenía también el mayor temor a la violencia estatal que al hambre y quién sabe si una especie de "delegación" de la protesta en los movimientos armados subversivos. Esta hipótesis tienen una prueba indiciaria en el apoyo social que aquéllos ven crecer en los barrios populares de Lima y que llega a 23% en una encuesta de julio de 1991 procesada por Apoyo S.A.

Al parecer, el discurso racionalista de la Izquierda Unida, no logró en los años 70, salvo en los militantes provenientes de las capas medias y la pequeña burguesía (Vildoso: 62-66), lo que el APRA había logrado cuatro décadas antes: el contacto con, y la reactivación y aprovechamiento de, la capacidad mítico-simbólica del pueblo, según refiere Imelda Vega Centeno; de manera que no habría podido convertirse en un mito para persistir a contracorriente de los avatares de la lucha política. Por el contrario, algunas prácticas simbólicas, el lenguaje de sus proclamas y la racionalización de la violencia y de la muerte por parte de Sendero (Gorriti: 157-69), llevarían a pensar que en esa militancia sí se habría producido una asunción religiosa de la racionalidad política del maoísmo dogmático de los líderes.

Fractura y recomposición del cuadro de adhesiones políticas

En algún momento, en el período que va entre agosto de 1987, cuando las capas medias y la pequeña burguesía son movilizadas por el frente de los partidos burgueses para oponerse a la estatización de la banca, pasando por el shock de setiembre de 1988 y que termina en marzo de 1989 cuando culmina el largo proceso de división de la Izquierda Unida, la primera fuerza de oposición al régimen aprista; ocurrió que los sectores populares dudaron de las valoraciones políticas que habían tenido hasta ese momento y sintieron que el acostumbrado cuadro social de lealtades del sistema de padrinazgo no podía ya responder a sus exigencias. Se puede decir que ocurrió una fractura, una descomposición de la estructura de simpatías y adhesiones políticas, de tal forma que se cumplieron las condiciones en las cuales, según dice H. Cantril, "el individuo se vuelve capaz de aceptar una nueva jefatura, de convertirse, o de alistarse en una revolución" (1969: 40). En ese período 1987-89 debe ubicarse también, por lo menos en Lima, el salto en las simpatías hacia Sendero.

Los resultados de la primera vuelta electoral de 1990 en los que un desconocido en el terreno de la política resultó casi ganando cuando no tenía el apoyo de los grandes medios de comunicación, puede ser explicados a partir de tres fenómenos psicosociales: la frustración, la desilusión y el temor que sufren los sectores empobrecidos del país. Frustración con el fracaso del caudillo Alan García; desilusión con la división de IU anulada entonces como real alternativa de gobierno; y temor, frente a las amenazadoras políticas del ajuste lanzadas por el frente neoliberal que comandaba Vargas Llosa. Sobre esa base, se produjo un masivo fenómeno de identificación con Fujimori por su historia de inmigrante, sus dificultades idiomáticas, su profesión alejada de la retórica de los políticos profesionales y su relación con el Japón como promesa de salvación (Rodríguez 1992) que galvanizaron la opinión de los pobres.

Simultáneamente, el rechazo a los candidatos de la derecha criolla fusionaba elementos étnicos a los políticos, al cerrar el paso a los blancos déspotas que ya se creían los triunfadores y que habían saturado los medios con sus avisos publicitarios. Fenómeno de rechazo que alcanzaba también a todos los partidos y políticos profesionales a los que responsabilizaban de la ineficacia, corrupción y debilidad de la autoridad para poner orden en un país que se despeñaba por un precipicio. Fenómeno que, de paso, demuestra el equívoco de Matos Mar al inducir del explosivo crecimiento del número de aparatos de radio y televisión en los hogares ocurrido entre 1972-81, una presión ideológica de tal magnitud provocadora de "cambios en la estructura de pensamiento de los peruanos" (1985: 50-51), puesto que las opciones políticas (y seguramente otras, lo que no logra ser entendido por los publicistas) se adoptan no solamente viendo los avisos televisivos ni soñando vivir como lo hacen los ricos. Antes que "modernidad popular", en esta divergencia con los mensajes de los grandes medios —modernos por antonomasia— habría que ver una huída de la madurez y la racional evaluación de las opciones, una vuelta a la tradición —es decir, al mito, al azar, al Destino— en la desesperada búsqueda de un salvador, en una persona totalmente desconocida a quien se entrega una confianza ciega.

Ahora bien, si el poder por definición es ajeno para los pobres, tiene que haber una profunda desconfianza o escepticismo frente a la llamada representación política, puesto que el poder que no se tiene no se puede delegar. De ahí que, desde que se implantó el sufragio universal hace 12 años, un tercio de ciudadanos nunca acude a votar y un décimo de los que lo hacen vician o dejan en blanco su cédula. Pero no hay que olvidar que otra fuente de desconfianza reside en la larga historia de engaños y promesas incumplidas que es moneda corriente en la política criolla. Allí puede rastrearse la histórica impopularidad, desprestigio y debilidad de la institución parlamentaria entre nosotros, a la par que la popularidad de caudillos militares y civiles. Sobre este telón de fondo ideológico parecen haber incidido las críticas del ingeniero Fujimori a la ineficacia contumaz del Parlamento. Críticas que recibieron el apoyo de los grandes medios de comunicación de derecha para debilitar totalmente al Congreso y permitir su coup de etat con el masivo aplauso de la ciudadanía, a la que no le importó saber que defenestraban a sus "representantes".

No se puede aventurar un pronóstico acerca de cuánto durará la popularidad de Fujimori. Se puede dudar de su capacidad para activar la esfera mítico-simbólica de los pobres del Perú, pero no hay que olvidar que son las masas las que leen e interpretan los gestos y las palabras de los políticos; son ellas las que otorgan su confianza; son ellas las que creen, aun cuando aquéllos no tengan los méritos suficientes, como se vio en los casos de Hugo Blanco, Alfonso Barrantes o Alan García.

Este fenómeno psicosocial de la fulgurante carrera de Alberto Fujimori debe hacer volver los ojos sobre la ambivalencia de la capacidad mítico-simbólica del pueblo peruano y de sus relaciones con proyectos políticos con los que se ligue (Vega Centeno 1986), pues no siempre los elementos de solidaridad y de alta valoración del Otro que se hallan presentes en las organizaciones de base, permiten que un individuo del grupo descubra implicancias entre ellas y la organización democrática del poder político nacional o central (Franco 1981: 232). En este sentido, en un panorama de crisis de lealtades políticas, no habría que descartar la posibilidad del desarrollo de movimientos políticos mesiánicos, cuyas semillas puedan estar en el FREPAP ligado a la Iglesia Israelita de sorprendente teología, ritualismo veterotestamentario (Marzal 1988) y honda raigambre popular andina, o en el Movimiento Renovación ligado a la congregación integrista católica Opus Dei. Hay que tomar en cuenta que el "mesianismo político-religioso es una reacción arcaizante a una situación nueva, a la que no se es capaz de enfrentar con la actitud y los medios apropiados. Se trata por eso de un movimiento infrapolítico y que no corresponde tampoco a la fe del cristiano" (Gutiérrez: 303). Y tampoco habría que descartar la posibilidad del voto a "propuestas" anárquico-circenses —por calificarlas de alguna manera— que expresan la llegada del achoramiento a la política.


Bibliografía

© Alfredo Quintanilla, 2000, gudelio@tsi.com.pe
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