La mujer y su escasa presencia en la historia de la literatura

Una revisión a lo largo de los siglos

[Ciberayllu]

Ketty Alejandrina Lis

 
 

«Al bueno y al mal caballo, la espuela;
a la buena y a la mala mujer un señor y, de vez en cuando, el bastón».

Esta joyita de proverbio pertenece a un florentino del siglo XIV del cual ni vale la pena conocer su nombre. Y si en el 1300 se pudo escribir impunemente tal barbaridad fue porque la situación de la mujer permitía un doble discurso: en teoría era libre, pero los hechos la mostraban como poco más que una esclava pues le estaba vedado prácticamente todo lo que no tuviese que ver con el hogar, la maternidad y las labores domésticas. Claro que le permitían bordar cuanto quisieran, en particular si el padre o el esposo poseían los medios económicos como para poder poner en sus manos un bastidor, de manera de tenerla encerrada dentro de las paredes de su casa, tal como lo establecían la moral y las buenas costumbres.

Por su propio bien, sin duda, fue imprescindible contenerlas puesto que sin la debida custodia de los hombres —ya fuese en el hogar o en el convento—, su sexo era un horno encendido capaz de hacerles cometer los peores desatinos. Y, ciertamente, ellos supieron cumplir a ultranza con tal alta misión. Además, se creía firmemente que era la causante de muchos de los males que padecían los varones, puesto que dominadas por su sexo y por culpa de su sexo, se habían hecho presentes en el mundo nada menos que el trabajo, el sufrimiento y la muerte. Y debido a que por su misma naturaleza la mujer no podía mantenerse casta, dictaminaron sabiamente que debía tender únicamente a la procreación.

Entre estas afirmaciones hay algunas que desde la antigüedad las proveyeron las Sagradas Escrituras. La tradición patrística con Tomás de Aquino (1220-1274) a la cabeza aportó lo suyo con la ayuda teórica de la santa palabra de Aristóteles y, por si todo esto fuera poco, surgieron como hongos después de la lluvia un arsenal de libros médicos, teológicos, didácticos y morales que avalaban estas creencias, por lo que hasta los hombres más instruídos de la época consideraban que era su deber, aunque más no fuera de vez en cuando, castigar el cuerpo de las mujeres si juzgaban necesario hacerlas entrar en vereda, dependiendo de los sentimientos más o menos crueles o piadosos de cada cual, la cantidad y calidad del castigo corporal. Cabe preguntarse qué le hubiese sucedido a Delmira Agustini ( 1886-1914) de haber escrito en el siglo diez sus hermosos poemas de sostenido tono erótico caracterizados, justamente, por la espontaneidad y el desprejuicio. O preguntarse también cuántos de estos dislates estarán en la base de esa espantosa mutilación femenina a la que, eufemísticamente, se le da el nombre de circuncisión.

La diosa Hera, esposa del dios Zeus, condenó a Tiresias a la ceguera por haber revelado que el goce de la mujer superaba al del hombre: justo castigo a tamaño atrevimiento pues fue precisamente la pretensión de conocer los secretos del sexo femenino, al que consideraban misterioso, lo que dio lugar a que los sabios varones del medioevo escribieran una gran cantidad de tratados científicos y filosóficos cuyo denominador común es el franco disparate. Se llegó a afirmar que la mujer menstruosa opacaba los espejos y la menopausia la volvía extremadamente peligrosa, ya que los fluidos que no eran eliminados por las reglas se transmitían íntegramente por la mirada, a tal punto que las ancianas podían emponzoñar a un bebé con sólo observarlo. Además, y siempre por culpa de su naturaleza peligrosa y su inteligencia notoriamente inferior, era completamente incapaz de manejarse a sí misma.

Y es desde este contexto profundamente arraigado en Occidente, que la mujer comienza a subir una altísima y escarpada cuesta para ir modificando esa brutal dependencia, dentro de un esquema en que el poder era ejercido por los hombres de manera absoluta. Comenzaron a luchar, aunque parezca increíble, por el más elemental de los derechos: el de aprender a leer y escribir al que únicamente podían acceder si pertenecían a la nobleza o a la burguesía y, fundamentalmente, si contaban con la fortuna de tener por padre a un hombre en cuyo corazón cupiera una bondadosa flexibilidad de criterios. Ni hablar de la situación de las pobres y plebeyas porque para ellas todo era infinitamente peor.

Roswitha fue una religiosa benedictina alemana que nació hacia 932 y murió después de 975, en esta era. Dejó tres obras: Dramas, Poemas históricos y Leyendas, y a pesar de que en todas ellas exalta su fe y la castidad constituyendo sus escritos el más antiguo teatro apologético del catolicismo, no se la consideró digna, como a ninguna mujer de la época, de dirigir por sí misma sus oraciones a María ni aún en el caso de rogar su intercesión en favor de algún semejante, a punto tal que debe poner en boca de Teófilo una plegaria que Roswitha compone en su honor. No viene mal recordar que, según la leyenda, Teófilo fue liberado por María de un pacto con el diablo, pacto que al parecer contó con la interesada intermediación de un judío. Como se ve, el antisemitismo viene de muy lejos.

A propósito de María, quien obviamente no es responsable de las cosas que se dijeron e hicieron en su nombre, se generó una larguísima discusión entre los doctores de la iglesia acerca de su virginidad, discusión que se extendió por algunos siglos. El problema se presentaba porque Jesús de Nazareth se llamó así hasta el año 325 en que en el Concilio de Nicea se le agregó el christós, palabra griega que significa «ungido», y se estableció el tres en uno, es decir que Jesús de Nazareth era un dios en la misma medida que el espíritu santo y nuestro Creador, siendo estos dogmas proclamados por el concilio de Efeso en 431 y por el de Calcedonia en el 451. Pero como un dios no podía ser concebido por el método tradicional con que se concibe a los mortales, necesitaron solucionar tan intrincada cuestión y, para ello, no encontraron nada mejor que volver a apelar a los libros védicos, tal como lo demostró comparativamente Lisandro de la Torre. Esos libros tan imaginativos, de cuya existencia algunos pocos podían tener conocimiento, fueron muchas veces fuente de inspiración para explicar la conformación de un más allá que, por estar tan allá, no puede ubicarse en las manos de nadie. Por lo mismo, es una verdadera pena que las distintas religiones hayan perdido milenios, a lo ancho y a lo largo de la historia, tratando de ganar poder terrenal a través de la imposición de creencias, cualquiera ellas hayan sido o sean, basándose fundamentalmente en el miedo a castigos eternos. Que hayan pretendido o pretendan conocer dónde vive y cómo piensa nuestro Creador. Que se hayan atrevido a describir cómo fue el proceso de creación de los distintos mundos. Que tengan un listado de lo que hay que hacer o dejar de hacer para acceder a la dicha eterna. Que nos digan que tenemos que ser buenos y no aclaren cómo se erradica de nuestra interioridad, por caso, la soberbia, la vanidad y la ira. Cuando leía el Apocalipsis según San Juan, al llegar al punto en que Juan está en los cielos y desde ahí ve los cuatro vértices de la tierra, no pude sino pensar en lo que debió haber sentido Galileo Galilei cuando tuvo que retractarse para evitar que lo quemaran vivo, tortura muy piadosa sin duda por parte de quienes tenían la obligación de ser mínimamente piadosos. No obstante el �Epur si muove�, aún dicho en silencio, es uno de los tantos faros de la Humanidad.

La virginidad de María, de todos modos, se estableció algunos siglos después. Ya convertida en dogma la concepción por obra y gracia del espíritu santo, se planteó el problema del estado del himen en el momento de dar a luz, sin que aquellos doctores tan instruidos y sabios se molestaran en advertir la morbosidad del tema que estaban tratando y, por sobre todo, sin considerar la falta de respeto que significaba condicionar una veneración a la presencia o ausencia de una delgadísima membrana que, en definitiva, ninguno estuvo en condiciones de ver por sí mismo. De los cuatro grandes dogmas con que la rodea la iglesia, esto es: maternidad divina, virginidad, inmaculada concepción y asunción, los dos primeros provienen del medioevo y los últimos se promulgaron mucho después de la Edad Media, en los años 1854 y 1950 respectivamente, aunque estas cuestiones ya desataban discusiones apasionadas desde mucho antes, hasta donde se conoce, desde el siglo VIII. Como se comprenderá, se consideraba a las mujeres seres tan inferiores que necesitaron idealizar hasta el infinito a María para que tuviese derecho a ocupar uno de los lugares protagónicos en los altares.

Margarita de Angulema, reina de Navarra (1492-1549) se permitió escribir El Heptamerón, una serie de relatos entre morales y galantes que conforman una unidad, precisamente porque era reina, muy inteligente y finamente cultivada. Y como una forma de escapar a las groserías y violencias de su amante esposo, el rey.

En tanto personajes literarios, a las mujeres no les fue mejor. Comenzando por la bíblica Eva, culpable de la caída de Adán; Dina, hija de Jacob y Lía, cuyo relato se puede leer en el capítulo 34 del Génesis y cuenta las penurias de una jovencita que sintió curiosidad por conocer a las mujeres del país al que había llegado con su familia. Pero hete aquí que el hijo del rey pronto la descubrió, se enamoró de ella y la raptó. Según esta historia, parece ser que el raptor tenía buenas intenciones y quería casarse, pero la familia de Dina igual consideró que el rapto era una ofensa que necesitaba ser lavada, para lo cual los hermanos no tuvieron mejor idea que tomar las armas y matar a todos los hombres incluyendo al rey y a su hijo. O el caso de Juan el Bautista degollado por orden de Herodes Antipas pero a instancias de su esposa Herodías luego que Salomé bailara ante él y, entre ambas, le obnubilaran el cerebro. En cambio Judith sí era un ejemplo a seguir porque se refugiaba con frecuencia para ayunar, en un lugar secreto de la casa.

Si algunos enfoques bíblicos ya ofrecían material, es en el medioevo, penetrado por la cristiandad, cuando se hicieron uso y abuso de estas historias. La de Dina sirvió para advertir a todas las mujeres de la época acerca de lo peligroso que era transponer las puertas del hogar.

Si bien se mira no dejaron de ser amables ya que se les avisó con tiempo, no fuera cosa que luego se sorprendieran si recibían el condigno castigo, pues en el camino que va de la casa a la plaza, o a la iglesia, podían causar un gravísimo daño a los hombres tentándolos con sentimientos de lujuria. Si algo de esto hubiese llegado a suceder ellas serían las únicas responsables de las agresiones o desatinos que ellos pudiesen cometer, sobre todo si usaban vestidos hermosos o cometían el tremendo error de maquillarse. Cuidar el aspecto estético del cuerpo era descuidar la virtud del alma y, aunque suene absurdo, había un extenso material didáctico al respecto. Claro que todos estos mandatos no regían para los hombres.

En el Diálogo de Placides y Timeo se relata que un rey, por temor al poder naciente de Alejandro tramó un exquisito y brillante plan para asesinarlo: crió a una jovencita para que en algún momento comenzara a funcionar como un objeto sexual y, además, le fue incluyendo sistemáticamente veneno en su alimento. A pesar de esto último la desdichada sobrevivió y, una vez que llegó a dominar las artes de la seducción, el rey se la mandó a Alejandro como regalo pero, por fortuna, ahí estaba Aristóteles para descubrir la presencia del veneno en la muchacha. Alejandro, fascinado por la belleza de la joven, no podía creer que ella fuera letal. Y como las afirmaciones había que demostrarlas, llamaron de inmediato a dos esclavos. La chica los abrazó y éstos cayeron muertos al instante, y lo mismo ocurrió con cuanto animalito le acercaron, por lo cual sentenciaron que sólo el fuego la podía purificar. Es decir que la pervirtieron desde que era una niña sin su consentimiento, le dieron veneno sin su consentimiento, la enviaron de regalo sin su consentimiento como si fuera una cosa y no un ser humano, y en lugar de castigar a los autores intelectuales y materiales de este horror, la quemaron a ella.

Esta historia surgió en la segunda mitad del siglo XIII y aunque parezca increíble de algún modo marcó la literatura hasta no hace demasiado tiempo, si bien no con tan exagerada brutalidad. Inclusive a fines del siglo pasado los autores condenaban de un modo u otro todo amor que no estuviese encuadrado en la santidad del hogar. Ana Karenina y Ema Bovary son apenas dos ejemplos de ello.

En el Tristán de Béroul, Marcos, esposo de Isolda, ordenó castigar la infidelidad de la reina entregándola a cien leprosos devorados por el ardor sexual aunque, antes, ella debió disculparse ante la corte de Arturo. Por suerte la salvó Tristán quien disfrazado de leproso la cargó sobre sus espaldas a fin de atravesar un pantano. Eso sí, Béroul no se privó de llamar a Isolda serpiente, víbora, es decir venenosa y de piel cambiante como los leprosos.

Acerca del contenido de los poemas, ni hablar. Los poetas siempre han cantado sus propias desdichas, y si bien desde la modernidad y más aún en nuestra etapa postmoderna ha ido creciendo una saludable necesidad de establecer distancia con los sentimientos excesivamente expuestos, la poesía del Medioevo y del Renacimiento, incluyendo la épica, es una constante exaltación de la belleza externa femenina y un constante lamento por culpa del dolor que le causan a los sufridos varones esas crueles.

¿Cómo podía la mujer desarrollar su inteligencia y destacarse si estaba completamente sometida dentro de cepos?

Madame de Sévigné (1626-1696) nunca tuvo la intención de publicar lo que escribió. Se limitó a mostrarlo a su hija y a un pequeño número de íntimos y, justamente por ello, fue tan apasionada como espontánea en sus escritos. Venía de una familia de nobleza reciente aunque rica y cultivada. Fue educada en París y escapó, por esta circunstancia, al claustro conventual y a los rigores de una educación demasiado severa. A los dieciocho años se la casó con Henri de Sévigné, un caballero mujeriego y juerguista que pocos años después murió en un duelo por lo que, a los 25 años, quedó viuda y con dos hijos. No le faltaron nuevos pretendientes a los cuales ella alejaba para preservar su libertad. Es decir que aquí estamos hablando de una mujer que fue hermosa, muy inteligente y se movió en las capas más altas de la sociedad con espontaneidad, sin bien limitada a la educación y las costumbres de entonces, no siendo ésto la regla general sino una de las pocas excepciones de la época. Una frase de ella resume el valor que dio a su libertad afirmando que querría olvidar la fecha de su nacimiento y sustituirla por la de su viudez porque, según decía, «fue muy dulce y feliz». Un siglo después Pierre Choderlos de Laclos escribirá Las relaciones peligrosas, quien, entre otros autores, jalonaron el espléndido sendero que llevó al apogeo de la novela en el siglo XIX.

Rojo y Negro de Stendhal, Madame Bovary de Flaubert,Eugenia Grandet de Balzac, Los Hermanos Karamazov de Dostoievski, Ana Karenina de Tolstoi, Tiempos difíciles de Dickens, y Cumbres Borrascosas de Emily Brontë, por nombrar solamente a unas pocas tienen, no obstante su gran diversidad temática, un denominador común: a las protagonistas no les queda otro camino que ser dulces, sumisas y honestas si no quieren que el autor o autora las enclaustre en conventos o las hagan morir luego de grandes sufrimientos en el caso de que osaren enamorarse de alguien que no es el esposo legítimo.

En las obras filosóficas del siglo XVII tampoco tuvo suerte. En el Emilio, o de la educación de Rousseau, se desarrolla en los primeros cuatro libros todo un sistema educativo para ilustrar ampliamente al joven huérfano que es Emilio, educación a cargo de un preceptor-filósofo. En el quinto libro que lleva por título Sofía o la mujer, la pobre Sofía tiene que contentarse con un catecismo elemental armado en base a preguntas que formula una criada y a respuestas cortas, donde la temática se reduce a saber que crecemos, nos reproducimos, envejecemos y morimos. El gran Montesquieu creía, a su vez, que los deberes hogareños de las mujeres eran tan absorbentes que se hacía imprescindible limitarlas a ellos, por lo que consideraba eficaz y conveniente la existencia de los serrallos orientales. En su Antropología Kant afirma que cuando hay civilización, el hombre debe ser superior por su fuerza corporal, su coraje y es natural que la mujer se someta a la inclinación que el hombre tiene por ella. Por el contrario, en un estado que no es todavía el de la civilización, la superioridad sólo se halla del lado del hombre.

La que se atreve a escribir desde un ángulo distinto es, paradójicamente, una religiosa mexicana: Juana Inés de la Cruz (1651-1695) a quien se considera la primera escritora feminista, no solamente por su elocuente poesía lírica, entre las que están sus famosas Redondillas, sino también por su comedia Los empeños de una casa en la que desmitifica la ideología machista desde su particular punto de vista. También luchó, hasta donde pudo, por el derecho a la educación.

Obviamente este estado de cosas ha cambiado en profundidad y en extensión, aún cuando la cima de la cuesta todavía no se ve con claridad, pues aunque es verdad que ha variado el fondo de la cuestión, también es verdad que han variado más las formas que el fondo, ya que si bien las leyes valoran y amparan a la mujer con una amplitud impensable en la Edad Media, los hechos no muestran todavía que se haya universalizado la debida igualdad de los deberes y derechos de ambos.

No es de extrañar entonces que, si se toma en cuenta la historia de la literatura, el listado de los escritores sea larguísimo y el de las escritoras cortísimo, aunque a lo largo del siglo veinte esta tendencia viene mostrando una enérgica reversión.

La mujer pertenece al único grupo humano que, sin haber constituido jamás una minoría, se la ha discriminado y se la sigue discriminando no con la franca absurdidad del medioevo sino mucho más sutilmente. Luego de la liberación sexual de los años 20, luego de tener acceso a una educación superior, luego de lograr una excelente presencia en la ciencia y en las artes, luego de tantas luchas para conseguir una autoestima que le fue y muchas veces le es negada de un modo u otro por los hombres, se escucha desde el Islam el mismo discurso del Medioevo, un discurso cuyos coletazos siguen enquistados en la latinidad: la mujer es la «reina del hogar». Una reina que se parece bastante poco a una reina pues cría a sus hijos, cocina, lava, plancha, limpia la casa, hace los mandados y, muchas veces, tiene que salir a trabajar para completar el salario del marido.

Es infinita la gratitud que debemos sentir por las luchas feministas que comenzaron en la segunda mitad del siglo pasado, con el apoyo de las primeras mujeres periodistas, y continúan incrementándose en este siglo veinte que ya casi finaliza, donde la Gran Guerra y la Segunda Guerra Mundial, paradójicamente, ofrecieron un marco más a su liberación: entre las tantas responsabilidades que debieron asumir se hicieron cargo de las tareas de los varones porque los varones tenían que marchar al combate. Y es también infinita la gratitud que debemos sentir hacia el socialismo pues es dentro sus principios ideológicos que la mujer encuentra los canales adecuados para expresarse y actuar con una libertad imposible de encontrar en las derechas que ostentaban el poder.

Escritoras como Colette, Gertrude Stein, Marguerite Yourcenar (primera mujer que entra en la Academia Francesa), Simone de Beauvoir, Marguerite Duras, Katherine Mansfield, Susan Sontang, Ana de Noailles, Nathalie Sarraute, Erika Jong, la sueca Selma Lagerlöf, la noruega Sigrid Undset y la chilena Gabriela Mistral, estas tres últimas Premio Nobel de Literatura, son de una importancia capital. Pero se considera que es Virginia Woolf (1882-1941) quien con Una habitación propia (1929), Tres guineas (1938) y sus reflexiones sobre la novela, ofrece los textos fundadores que indagan con lucidez excepcional en la incapacidad de la cultura para permitir el juego de una doble visión-simbolización del mundo.

La lista de las escritoras que han surgido desde la Segunda Guerra hasta nuestros días es felizmente extensa y es Wislawa Szymborska, una exquisita poeta polaca, el último Premio Nobel otorgado a una mujer, en el año 1996.

Con las argentinas también podríamos extendernos pues muchas merecen nuestro reconocimiento, aunque es de toda justicia señalar especialmente a una exquisita mujer que por su inteligencia, coraje y altísimo sentido de una ética que practicó durante toda su vida, es paradigma de la mujer argentina: Alicia Moreau de Justo.


Bibliografía

  • Historia de las mujeres, bajo la dirección de George Duby y Michelle Perrot
  • La cuestión social y un cura de Lisandro de la Torre
    Colección Capítulo Universal - EUDEBA
  • Diccionario Espasa -Calpe.
© Ketty Alejandrina Lis, 1998, kettylis@citynet.net.ar
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