Arqueología de la modernidad

La pirámide de la sociedad peruana.
«La discriminación, en su sentido más amplio, es el principal freno del Perú.»

De «Lo moderno y la exclusión», capítulo 4 de
La arqueología de la modernidad,
DESCO, Lima, diciembre de 1998

[Ciberayllu]

Óscar Ugarteche
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En la solapa de este muy reciente libro de Óscar Ugarteche, colaborador de Ciberayllu, se lee: «Este es un ensayo sobre la realidad peruana de fines del siglo XX. En un ejercicio de reflexión sobre la modernidad y la realidad de ésta en el Perú actual, el libro (re)construye una visión nacional desde la diversidad y (re)presenta un país tensado por sus propias contradicciones sociales, raciales y simbólicas.»

La sociedad peruana es estamentaria. Se construye como una pirámide donde se montan los que tienen mayor poder sobre los que tienen menos poder, y en la cúspide se asientan los blancos, varones, heterosexuales, saludables y con dinero. Ésta es una tara del siglo XVIII según unos y del siglo XVI según otros. Los estamentos se consolidan sobre la base de ingresos económicos, pero, además, de simbología social. Quijano (1980) ya planteó el problema de la dominación cultural en el Perú. Heller (1988) sugiere que las sociedades premodernas son jerarquizadas. Pero añade que en este tipo de sociedad pensar en la igualdad es imposible porque nadie se puede imaginar estar en la posición del otro. Quizá por eso es que el «trepar» tiene las características especiales que se encuentran en el Perú. «Cholear», eleva socialmente al que tiene menos, por ejemplo, como sostiene Twanama. Puede ser que el que «cholea» tenga pocos ingresos, mas el mero hecho de mostrar discriminación lo afirma socialmente. En las clases altas ha surgido un fenómeno nuevo: el hablar de los «caras de huaco» o de los «indígenas» con referencia a lo traicionero y de mal olor. Éstas sí son las clases altas, blancas, ricas, etc. Ésta es la expresión del Poder que se esconde detrás de la fachada según la cual en el Perú no hay racismo. No «cholean» strictu senso. Digámoslo así: «cholear» se ha proletarizado y la discriminación se ha sofisticado. De allí comienza el sistema de discriminaciones hasta el piso de los excluidos, o dominados excluidos para ser aún más exactos. El dominado excluido no tiene derecho a nada y provoca la discriminación absoluta del resto de la sociedad. De este modo, por ejemplo, la mujer quechuahablante es dejada de lado, los niños y niñas quechuahablantes son dejados de lado, y más abajo están los ashaninca y las tribus de la selva. Y más abajo aún, los ashaninca analfabetos, homosexuales, y así de manera escalonada se desciende hasta el último círculo del infierno. La lógica de la administración de la salud parece obedecer a la cúspide de la pirámide del Poder, que a su vez no es quizá blanco si bien se conduce como si lo fuera. Y entonces los funcionarios públicos hacen caer el peso de su ínfimo poder sobre cada uno de los pacientes que llegan a una posta médica que ya fue discriminada por estar en zonas de pobreza o extrema pobreza, quechuahablante, en la sierra, y que por lo tanto reciben ingresos muy magros del gobierno central. En estos tiempos, una operación de apéndice en Huancavelica en un hospital publico le cuesta al paciente 500 soles.

El principio de la discriminación es fatal [...], aunque los libertarios insistan en que el derecho a discriminar es un derecho natural porque el mercado discrimina.
Los prejuicios se materializan mediante acciones reales sobre personas reales, quizá sin tomar en cuenta que por el mero hecho de ser seres humanos tienen el derecho a ser respetados, aunque estas personas tengan vidas que pueden valer cero en términos de productividad marginal. Ojalá la productividad de las personas les confiriera la esencia de seres humanos. La propiedad tampoco da esa esencia. Por eso es esencia. Las discusiones sobre el alma de los indios acabaron en el siglo XVI, aunque actuemos todavía como si los blancos o blanqueados tuvieran alma y el resto no importara. El principio de la discriminación es fatal para estos fines, aunque los libertarios insistan en que el derecho a discriminar es un derecho natural, porque el mercado discrimina. En una sociedad plagada y trabada por las discriminaciones, es una inmoralidad, insisto. Sea discriminación pública o privada. Y se ve acentuada en la lógica de que el que más tiene, más puede, que rige hoy en día más que nunca, aunque rigió siempre.

El otro lado de esta cultura es no expresar la realidad. En el mundo del siglo XVIII la apariencia y lo simbólico de la condición social eran elementos como la cortesía al extremo, ceder ante lo extranjero (siempre mejor, por blanco y por extranjero), no decir que no jamás (porque es de mala educación), no preguntar mucho (por no ofender), jamás decir lo que se piensa {por no delatarse). Esto aparece claramente reflejado en las Tradiciones peruanas de Ricardo Palma. Cuando esta actitud se traslada al mundo del siglo XXI, torna medio complicado hacer negocios, por ejemplo. Traten de comprar una casa en Cusco y verán cómo el precio muta cien veces, y a la hora de la firma se termina en que el vendedor no vende, comprador cheque en mano y todo. Peor, hagan que un candidato sea relativamente fiel a su discurso político. Jamás. Que alguien piense en el «interés nacional». Nunca. Por último, mirar el mundo, tener una visión del mundo... Imposible. Miramos el mundo sólo de costado y tras una tela. No hay un Instituto de Relaciones Internacionales en un país de 23 millones de habitantes, con 4,000 Km de costa y cinco fronteras vivas, Y muchos han tratado de hacer eso. Es una imposibilidad. Tener análisis internacionales interesantes en los medios, imposible. Sólo los importados. Tener una posición negociadora. ¿Una posición? Imposible, es de mala educación. Estas son taras que cuando las juntamos con los sistemas de discriminación acaban en que somos una sociedad de descuartizados entre el siglo XVIII y el XXI. Hemos entrado al siglo XXI con estas taras que son tan insoportables como la brutalidad y la prepotencia con que los que no tienen poder expresan el escaso poder que tienen (dieciséis soldados descuartizando a dos estudiantes japoneses porque se pasaron un puesto de vigilancia en la selva y no hablaban castellano, por ejemplo). Un chofer de combi que voltea a la izquierda estando en el lado derecho de una avenida principal en cualquier ciudad del país, igualmente abusa de su escaso poder (y es un peligro público). Un guachimán... etc. En el siglo XVIII colonial no existía el respeto por el otro, porque el «otro» no existía. Mientras en París se discutía la igualdad, la fraternidad y la libertad, en las colonias ondeaba la bandera de los reinados europeos, con toda la estupidez (parafraseando a Henrique Urbano) posible.

El nuevo Perú que emerge, con sus fragmentos, trae consigo la realidad de la dispersión en beneficio de la globalización. El proceso de desindustrialización, la reprimarización de las exportaciones, la autogeneración de empleo, la juventud de la nueva población, las consecuencias de las migraciones de la sierra a la costa y la selva de décadas anteriores, las consecuencias de la guerra interna de 1981 a 1992, la nueva y fuerte presencia de mujeres en la fuerza de trabajo, la reaparición de epidemias son parte de lo nuevo. Algunos de los temas tienen un amargo sabor a antiguo y olor a rancio. Tanto como el regreso de la pacatería (del siglo XVIII) al poder político (hay que rezar el rosario, qué vergüenza) en nombre de lo liberal. Los defensores de las políticas así llamadas liberales afirman para el siglo XXI el poder perdido desde el siglo XVIII. Son unos conservadores reaccionarios que están dispuestos a conferir a los prejuicios del siglo XVIII patente de corso para gobernar mejor un país dividido. Todo esto en nombre del individualismo.

El siglo XVIII vive aún porque no nos queremos y no estamos reconciliados con nuestras diferencias étnicas, sociales, culturales, históricas, raciales y geográficas.
Cuando la diplomacia económica no se utiliza en beneficio del bien común y el modelo de crecimiento da muestras de no ser distributivo, las cifras del PBI son maquilladas y las estadísticas sociales están suplantadas, la realidad golpea a la puerta. Para atender a esa realidad se constituyen programas de focalización, de erradicación de la pobreza, o programas de lucha contra la pobreza. O, mejor todavía, se actúa como si nada pasara. Carreteras y escuelas resuelven el problema, siguiendo el lema del dictador Machado en las elecciones cubanas de 1934. Sólo que no estamos en Cuba y tampoco en 1934. La articulación del mercado interno mediante las carreteras es un requisito del desarrollo, sin duda. Pero no es el único. La construcción de escuelas y postas medicas es una demanda social. Una demanda mayor: escuelas equipadas, cuyos maestros tengan un salario digno y los alumnos capacidad de estudiar, y postas con medicamentos que mantengan la salud del cuerpo y no la esperanza perdida.

Para poder tener políticos modernos, primero hay que tener una apreciación moderna de la política. Los peruanos no la tenemos, porque carecemos de una visión moderna de nosotros mismos. El siglo XVIII vive aún porque no nos queremos y no estamos reconciliados con nuestras diferencias étnicas, sociales, culturales, históricas, raciales y geográficas.

Continúa...

© Óscar Ugarteche, 1999, ugarteche@amauta.rcp.net.pe
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