Inquisidor por Guamán Poma

LA MEMORIA PERDIDA

Reflexiones en torno a La gesta del marrano, de Marcos Aguinis

[Ciberayllu]

Jorge Bedregal La Vera


 

El problema del Tribunal de la Santa Inquisición en América ha sido un tema abordado por un sinnúmero de investigadores a lo largo de toda la vida republicana. Si hacemos un recuento de las publicaciones recientes, encontramos un amplio panorama de temas alrededor de la actuación del Santo Oficio que van desde sesudos ensayos acerca de su participación en la economía colonial hasta intentos serios de análisis enmarcados dentro de la Historia de las Mentalidades.

Sin embargo, publicaciones como la de Marcos Aguinis (Marcos Aguinis: La Gesta del Marrano. RBA ediciones, Barcelona 1993) nos retrotraen a problemas que consideramos poco difundidos, e inclusive obviados por los estudios históricos recientes. Pareciera ser que la actuación del Tribunal de la Santa Inquisición tuvo en América condicionantes particulares que la diferencian de manera radical del papel que jugó en la sociedad europea de ese tiempo.

Es cierto que, en América, el Santo Oficio —luego de una lectura desapasionada de las fuentes— se ocupó ante todo de la promoción de los intereses comerciales y financieros de sus miembros, antes que de la «vigilancia de la pureza de la fe». También es cierto que la marcada tendencia a perseguir y castigar inconductas sociales de la época, como son el concubinato, la bigamia, la sodomía o las escandalosas vidas privadas de algunos sacerdotes, demuestra en realidad una sociedad represiva, pero complaciente en algunos términos. De igual manera, la persecución enfermiza a «iluminados» y hechiceros marca una constante de inseguridad social y política muy grande.

Sin embargo, consideramos que se olvida un elemento importante en todo el accionar de la Santa Inquisición, elemento que resulta siendo clave ya que fue la excusa de su origen, desarrollo y sustento durante mas de trescientos años: nos referimos a los judíos. Tan es así que, para muchos investigadores —desde Ricardo Palma en pleno efervescente siglo XIX hasta Fernando Iwasaki en su deliciosa obra Inquisiciones Peruanas— pareciera que el problema de los judíos en América es consustancial al de la historia de la Santa Inquisición. Se rechazan los métodos, pero se deja en el tintero la justicia o injusticia de la persecución.

A pesar de que en todos los «autos de fe» hubo ajusticiados acusados de judaísmo, más vistoso resulta el hecho de los relajamientos de brujas, hechiceros, iluminados y sodomitas. Es más: pareciera que algunos investigadores que han hurgado en los añosos archivos del Tribunal, critican y se horrorizan de los métodos, pero no pretenden conocer más de cerca a los protagonistas de los hechos, a menos que estos tengan visos de «herejes libertarios».

En realidad, el problema es lo suficientemente complejo como para pretender abordarlo en los límites propios de un artículo. Sin embargo intentaremos sistematizar los conceptos alrededor del problema de la persecución de los judíos en América.

LA CULTURA HEBREA

La cultura hebrea es muy antigua. A pesar de ser el hebreo un pueblo permanentemente perseguido, en total diáspora por todo el mundo, ha conseguido ser una cultura muy cohesionada alrededor de la religión mosaica. Desde que Moisés recibe las tablas de la ley de Yahvé o Jehová (siglo XIII antes de nuestra era) y se funda el tabernáculo para la conservación del Arca de la Alianza —donde se supone estaban guardadas las tablas de la ley— hasta el presente, la comunidad judía ha logrado mantener su cultura, pese a milenarias persecuciones y una dispersión muy grande.

La religión hebraica considera los sacrificios como uno de los puntos centrales de su rito. Tenemos entre estos sacrificios desde los sangrientos, que ofrendan la vida de algún animal, hasta las oblaciones personales. La circuncisión (la operación por la cual se secciona parte del prepucio para liberar el glande) es una forma de concertar la alianza entre los judíos, haciendo de esta operación, un elemento permanente e irreversible de identidad. Se prohibe el culto a imágenes, por lo que los hebreos desarrollaron artes como la música y la literatura y no la pintura o la escultura. En la religión hebrea se establecen dos principios de comportamiento que han dado las características tan particulares a dicha comunidad: el estudio indesmayable y la solidaridad entre sus miembros.

Los hebreos tuvieron que salir de sus lugares de origen, no solo por la persecución indiscriminada de que fueron objeto, sino también buscando nuevos y mejores rumbos. Sin embargo, las colonias que se establecieron en todo el mundo europeo y en buena parte de Asia, no rompieron sus lazos políticos, religiosos, culturales y económicos con Jerusalén. Cada sinagoga abierta en los nuevos territorios recolectaba una contribución personal entre los creyentes para ser enviada anualmente al templo principal. De igual manera, los judíos se comprometían a hacer peregrinaciones periódicas a la ciudad santa, sobre todo en época de pascua o para la fiesta del Pentecostés: así se reafirmaba la idea de formar una sola nación a pesar de las distancias que separaban a las comunidades judías y a las influencias que podían recibir de las culturas en las cuales se desarrollaban.

Hacia fines del siglo I antes de nuestra era e inicios del siglo I de n.e., la mayoría de comunidades judías se encontraban en territorios dominados por el Imperio Romano. Desde la península ibérica hasta el Asia Menor, en todas las ciudades principales existían sinagogas, algunas de mucha importancia, y todo el territorio del imperio estaba atravesado por las fuertes e intrincadas relaciones comerciales de los judíos que, aprovechando una relativa homogeneidad cultural y lingüística, se hicieron cargo en gran medida del comercio entre las distintas provincias romanas. Particularmente en la Palestina, el poder económico del que hacían gala los comerciantes hebreos hizo que Roma autorizara una forma peculiar de co-gobierno con Roma. Los sacerdotes judíos se convertían así en una suerte de jueces del pueblo a su cargo y el imperio romano establecía los tributos a pagar por ellos.

Evidentemente la relativa homogeneidad de la cultura y la lengua hebreas no se reflejaba en una homogeneidad política. Graves incidentes de violencia sacudieron esta provincia romana, liderados por una serie de sectas religiosas que propugnaban la liberación nacional de Judea y las provincias romanas como Samaria y Galilea por parte del yugo latino. Una de estas sectas violentistas era la de los Zelotes. Como señala Fierro (1985: 33), «(la) situación de ‘pueblo paria’, oprimido, conquistado, reducido al exilio o fragmentado por otro pueblo poderoso […] origina movimientos mesiánicos de identidad nacional».

Al parecer, Jesús de Nazareth pasa por una discreta militancia en la secta antes mencionada, hasta que aparece con una propuesta absolutamente nueva: la resistencia pacífica al invasor. Muchos de sus seguidores exigían un pronunciamiento claro y definitivo acerca del problema más importante que asolaba esta región en esos momentos, la liberación del pueblo hebreo. Jesús responde con un fulminante «mi reino no es de este mundo» que en realidad implicaba una declaratoria político-religiosa mucho más grande que una simple declaración de independencia, y parte del principio permanente de la cultura hebrea de considerarse el pueblo elegido por Dios; es decir, lo que Jesús planteaba era una forma distinta de pensar en la libertad del pueblo hebreo, pasando por la liberación espiritual sin romper con la ya milenaria cultura de la cual él mismo era producto.

Su temprana muerte va a ocasionar el primer cisma religioso documentado, y quizás el más importante. Los apóstoles que heredaron el papel de la conducción del movimiento iniciado por el Crucificado, se enfrentaron a una serie de controversias acerca de la necesidad de la conservación de la ley antigua y empezaron a redactar la nueva. A partir de aquí surge el problema de los fieles e infieles en la cultura judeo cristiana. Hacia el año 49, se celebró en Jerusalén un concilio que trató de resolver de manera pacífica el conflicto aparecido entre los apóstoles Pedro y Pablo (uno circunciso y el otro no) que en realidad era un conflicto entre los nuevos judíos o cristianos y judíos respetuosos de la ley mosaica y que consideraban a Cristo como un profeta más y no como Dios redivivo en la tierra. En este concilio se mencionan por primera vez las palabras «hereje» y «judaizante» como sinónimos referidos a los que no respetan la «alianza nueva» y siguen en el rito de sacrificios animales, la celebración de la pascua judía, el pentecostés y la práctica de la circuncisión.

La presencia de judíos en todas las ciudades principales del imperio romano hizo que la difusión de las nuevas ideas fuera sumamente rápida. Roma, que en un primer momento vio con ojos de sospecha y preocupación a los nuevos mensajeros religiosos, decidió perseguirlos por considerar a la nueva religión subversiva al orden romano establecido. Sin embargo el embate cultural que va a sufrir el imperio va a ser de gran magnitud, al punto de que hacia el siglo IV la religión cristiana no sólo es respetada oficialmente sino que cuenta entre sus miembros a varios ciudadanos principales del decadente imperio.

Este punto ha sido recogido por muchos historiadores apologistas cristianos que han tratan de ver una suerte de «milagro» en este rápido crecimiento. Lo cierto es que a Roma, que tenía una cultura más bien sincrética y que había asumido lo mejor y lo peor de todas las culturas que avasalló, desde la griega hasta la egipcia, no le costó nada asumir los principios religiosos cristianos. Más aún si consideramos que la nueva iglesia católica igualaba al poder secular con el religioso, dándole un aura mística al gobernante espiritual por su relación directa con Dios.

Al mismo tiempo, la religión católica se convierte en un arma poderosa de influencia ideológica al proponer la no violencia como eje de su actuación: es decir, antes de promover movimientos políticos anti statu quo, proponía más bien humildad y esperanza en un reino extraterrenal lleno de justicia y felicidad para los que sufren en la tierra. De igual manera la idea de una justicia «de otro mundo» diluía la idea cristiana de igualdad en la tierra, lo que comprometía menos el sistema político imperante. Podemos afirmar que la iglesia católica va a contribuir de manera decisiva al paso de la sociedad al feudalismo.

Así como antes elevó a los altares de su olimpo a Amón o a Isis, Roma asimiló no sólo la idea de un Dios único, sino que supo coligar las fiestas ancestrales con las cristianas. No prohibió ninguna: sólo cambió la advocación respectiva. Y para que no hubiera conflictos con la cantidad de deidades a las que los pueblo de Roma y de sus provincias estaban acostumbrados, hizo acompañar a ese Dios único de una pléyade de santos, ángeles, arcángeles, diablos y demonios, e inclusive asumió con una facilidad sorprendente la idea de la trinidad cristiana, más un amplio y fortísimo culto a la virgen María (que conserva mucho del antiguo rito de las Vestales romanas).

De esta manera, el cristianismo se convirtió en la religión de estado del imperio Romano de occidente. Roma, como sede de la curia jerárquicamente superior de la nueva iglesia, se va a convertir en el eje emanador de la nueva cultura que, como hemos visto, resulta sincrética de viejos cultos paganos, la tradición judía y los nuevos alcances que se van a empezar a gestar alrededor de la figura papal.

Al mismo tiempo que el cristianismo se entronizaba en la Roma decadente y feudal, los judíos tuvieron que enfrentar persecuciones en todos los lugares donde se asentaron. Fruto de esta feroz cacería, los judíos van a ocupar aquellos lugares donde aún no se asentaba la religión cristiana con fuerza: hablamos de Rusia, la zona central europea y la península ibérica.

Los judíos en la península ibérica son un capítulo muy importante de la historia. Mientras los árabes ocuparon un importante territorio durante muchos siglos en lo que ahora son España y Portugal, los descendientes del pueblo hebreo lograron asentarse en las principales ciudades del Al Ándalus ocupándose de los menesteres propios del comercio y llegando a hacerse cargo de importantes puestos de gobierno. Crearon una sólida cultura, llamada Sefardí que, en una muestra impresionante de una sociedad de tolerancia efectiva, al lado de musulmanes y visigodos, logró un desarrollo notable. Importantes pensadores, médicos, filósofos y científicos se criaron en las angostas e intrincadas calles de las juderías andaluzas.

Cuando los reinos españoles se unifican en la mal llamada «Reconquista», tuvieron que financiar la costosa y larga guerra contra el califato de Córdoba, que para el siglo XV ya estaba en una situación de franca crisis. El financiamiento vino de muchas fuentes, pero la principal fue la confiscación de las propiedades judías en las ciudades «reconquistadas».

Este proceso determinaría la aparición de una política sistemática de enfrentamiento directo, por parte de los reyes católicos, contra los intereses judíos en la península. Algunos meses antes del viaje descubridor de Colón, en marzo de 1492, los judíos fueron víctimas de un decreto que los obligaba a abandonar la península o convertirse a la religión cristiana. La acusación era que los judíos practicaban la usura, lo que resultaba inmoral a los ojos de los flamantes cristianos visigóticos. Lo cierto es que la tarea de usureros y prestamistas fue casi exclusiva de judíos, ya que ningún hidalgo o noble español (y en general europeo, lo que explica la vocación banquera de los judíos en países como Holanda) podía pretender asumir esa labor financiera porque, en la Edad Media, se consideraba que trabajar con dinero era indigno y, siendo los judíos los permanentes parias de la sociedad, no tuvieron ningún reparo en convertir su capital comercial en usurero. Esto a muchos les causó la muerte.

Muchos judíos, que se habían arraigado fuertemente en la península, no quisieron dejar sus propiedades, familias y entorno y se convirtieron a la religión católica, con la esperanza de poder mantener su cultura bajo la presión del Estado y de la sociedad. Según las investigaciones, resulta clara la sinceridad con la que algunos judíos abrazaron la nueva religión, ya que de alguna manera, no contravenía, en esencia, a sus creencias. Sin embargo, en la sociedad cristiana medieval, no sólo bastaba con ser cristiano, sino que había que parecerlo. Cualquier evidencia, hasta la más fútil, que hiciera sospechar acerca de la perviviencia de algún rasgo de la religión mosaica, era la base para la acusación, el destierro, las torturas, la confiscación de bienes y hasta la muerte. Vestir una camisa blanca en la pascua judía, rechazar comer cerdo, o estar circuncidado, significaban inmediatamente la intervención del Santo Oficio y del brazo secular de justicia en una de las muestras de intolerancia más terribles que recuerde la historia.

Numerosos judíos migraron al Portugal, que había implementado una legislación que protegía, al menos temporalmente, las propiedades de los hebreos. Pero en Portugal también hubieron momentos de persecución, especialmente cuando los fondos del Estado estaban exhaustos. Algunos judíos, entonces, tuvieron que trasladarse al Brasil o a las colonias españolas en América cuando los reinos del Portugal y de España se unificaron bajo la corona de Carlos I. Es por ello que, en la América colonial, el simple hecho de llevar un apellido portugués o de haber vivido en el Portugal, era motivo suficiente para que el Tribunal entre en sospecha acerca de la verdadera confesión cristiana.

 
 
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© Jorge Bedregal La Vera, 1998
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