Portada

Flores Galindo y Vargas Llosa:
Un debate ficticio sobre utopías reales

José Luis Rénique


 

Explicación

Con el título «Los Intelectuales y la Crisis del Perú: Liberalismo y Utopía Andina», el presente artículo fue presentado en una reunión académica allá por el año 1990. El Perú se debatía entonces en una crisis profunda. Tuve, recientemente, la oportunidad de rescatarlo del olvido. Una antigua oferta de publicación que nunca se cumplió contribuyó a dejarlo inédito. Unas semanas atrás me encontré con un comentario que Mario Vargas Llosa hace a la obra de Alberto Flores Galindo en un texto de reciente publicación. Pensé entonces que quizás sería interesante difundirlo. Acaso hoy, en 1997, el Perú no se encuentre en la situación de 1990 pero la ausencia de alternativas es, lamentablemente, tan angustiante como entonces.

En tiempos de crisis, visiones y paradigmas largamente consolidados pierden vigencia ante la erupción crispada e incontenible de la realidad. Pasión e indignación se entremezclan con ideología y esperanza en el afán por identificar el origen de las fuerzas disgregadoras, por encontrar la forma de orientarlas hacia un horizonte posible. La crisis genera sus intérpretes y una nueva generación de profetas y utopistas. Desde la literatura y la historia, respectivamente, Mario Vargas Llosa y Alberto Flores Galindo han producido visiones contrapuestas sobre la crisis que vive el Perú. En los últimos años, sus puntos de vista han ido ganando influencia en la manera en que muchos peruanos entienden el drama actual y las perspectivas futuras de su pais. El presente trabajo analiza sus antecedentes y sus contenidos y explora los mecanismos a través de los cuales han ido creando audiencias diferenciadas.

10 de febrero de 1997


I

Comencemos por Vargas Llosa. Su visión actual del Perú tiene sus raíces en su ruptura con Cuba y su rechazo al socialismo. Termina la década de los 70. Su nueva posición se sustenta en la defensa de la libertad del escritor, amenazada por la coercion de la creatividad personal que el modelo izquierdista del «intelectual comprometido» conlleva. En el caso de José María Arguedas —afirmaría en 1977— dicha coercion había llegado al extremo de provocar una «inmolación» de la sensibilidad propia, el «fracaso literario» y la más profunda crisis personal. Ante la coerción que el «compromiso» conlleva, Vargas Llosa reivindica la «insumisión congénita de la literatura», llamada a irrumpir «contra todo lo que significa dogma y exclusivismo ideológico».

En los años siguientes, el tema de la libertad creativa se convertirá, en Vargas Llosa, en cruzada contra el fanatismo en La guerra del fin del mundo y contra los fanáticos de izquierda en Historia de Mayta. El poder distorsionador de la ideología surge como tema recurrente en ensayos y conferencias. Literatura e ideología, afirma, son dos formas de hacer ficción. Positiva la una, negativa la otra. Como literatura, la ficción es aceptada como tal, lo que facilita su incorporación en nuestras experiencias reales. Como ideología, por el contrario, la ficción asume el status de ciencia objetiva, alentando una imagen falsa de la realidad y de las posibilidades de transformarla, precipitando así, procesos destructivos como el personificado por Mayta y sus camaradas. Igualmente, la ceguera que las ideologías conllevan explica la sucesión de equívocos que derivan en la absurda guerra de Canudos o la violencia que, desde 1980, envuelve a la sierra del Perú.

En 1983, el destino y las manipulaciones de los gobernantes peruanos colocan a Vargas Llosa en el centro de la polémica sobre la violencia política que comienza a engullir al Perú. El novelista accede a presidir una comisión encargada de investigar el asesinato de ocho periodistas en la comunidad indígena de Uchuraccay. Su explicación de los hechos parece ser una prolongación de sus tramas literarias. La masacre fue el resultado de un «malentendido atroz» entre periodistas y comuneros, argumenta el novelista. Malentendido provocado por esos «desconocimientos mutuos», generados, a su vez, por «las enormes distancias que separan a los peruanos de diferentes regiones, clases sociales y culturas». Desconocimientos y distancias en los que medran iluminados como Saúl Zuratas, personaje de su novela El Hablador, un antropólogo que resuelve el dilema cultural antes enfrentado por Arguedas marchándose a las selvas del Madre de Dios, en un intento quijotesco por enfrentar el avance de Occidente sobre las culturas nativas de la Amazonía.

En 1984, Vargas Llosa es invitado a ocupar el cargo de Primer Ministro en el gobierno de Fernando Belaúnde. Aunque no acepta, su cercanía a lo que él mismo llamaría años después «el sucio mundo de la politica» mella su aureola de crítico sin compromisos y el sentido ético de su intervención en el debate del momento. Su cruzada anti-izquierdista trasciende ahora los medios literarios. Al fuego graneado de sus críticos locales responde con un desprecio olímpico. «Intelectuales baratos» les llama. Su nuevo discurso es mejor recibido en un escenario internacional que se prepara a proclamar el triunfo final del Occidente capitalista. Al saludar un nuevo libro de Jean-Francois Revel, Vargas Llosa proclama la vigencia de Karl Popper, por encima, incluso, de otro de sus inspiradores: el economista liberal Friederich Hayek. Particularmente, en un momento en que, según afirma, «no hay reducto del conocimiento, ni siquiera las ciencias exactas, donde no pueda llegar la ideología con su poder distorsionador a entronizar mentiras útiles para la causa». Su desprecio por los marxistas locales tiene como contraparte polémicas con quienes, en Europa, defienden a Cuba, Nicaragua Sandinista o cuestionan a las emergentes democracias latinoamericanas. Son críticos oportunistas que, según sostiene Vargas Llosa, «contribuyen a fraguar esa imagen, segun la cual, para nuestros bárbaros países, no hay más alternativas que la dictadura militar o la revolución totalitaria». «Su manera de argumentar es la de un recién convertido», anota Günther Grass, otro de los receptores de sus dardos. Sus opiniones se difunden en las páginas de Vuelta, Harper's, The New York Times o El País. En el Perú, mientras tanto, en 1985, los partidos conservadores ven desvanecerse la oportunidad de consolidarse en el gobierno. Entonces, comienzan a soñar con transformar ese fresco capital internacional que es ahora el novelista en moneda de uso local.

II

La visión del Perú de Alberto Flores Galindo se construye a través de la investigación histórica y desde una perspectiva marxista. A la manera de un diálogo entre historia y actualidad o una tenaz búsqueda de referencias temporales para pensar en perspectiva ese «tiempo de plagas» que sobreviene con la crisis que se desencadena en el Perú desde fines de los años 70. El estudio de José Carlos Mariátegui es un elemento central de esta búsqueda. Los tiempos de Mariátegui —la década del 20— sugieren más de un paralelo con los atribulados 80. Las mismas dificultades para comprender las complejidades de un país en acelerada transformación. Las mismas promesas modernizantes. En un estudio publicado en 1980, Flores Galindo coloca a Mariátegui ante los dilemas de su propio tiempo. Reconstruye su proceso mental, rescatando así la originalidad de un pensamiento, cuya clave radica, concluiría Flores Galindo, en su convicción de que, para que el marxismo sea una alternativa revolucionaria en el Perú, este producto occidental que eran las ideas de Marx tendría que entroncarse con la tradición histórica del país. Vale decir, entroncarse con la cultura andina representada por los campesinos indígenas. Sin los campesinos la revolución en los Andes era impensable. Ellos compensarían la debilidad numérica de los obreros. Pero, para ganar su concurso, el socialismo tendría que garantizarles la supervivencia comunal. Darles la certeza de que, a diferencia del capitalismo, el socialismo no se edificaría «a costa de los campesinos». A fines de los 70, no obstante, el país parecía marchar hacia una modernización irreversible, patentizada por el crecimiento urbano, la desaparición de la hacienda y la denominada «descampesinización». Inadvertidamente, no obstante, el Peru se deslizaba hacia una guerra civil que tendría a las áreas rurales serranas como uno de sus principales escenarios. La nación moderna emboscada por los fantasmas del pasado. Insurrección y crisis económica se alimentarían una a la otra, en una dialéctica perversa. Pobreza, violencia, miedo, obligarían a los pobres a organizarse. Las agrupaciones de madres, de mujeres, de jóvenes o migrantes se multiplican. La lucha por sobrevivir consume gradualmente la vida cotidiana.

Tras las respuestas colectivas a la crisis, Flores Galindo ve el influjo de las tradiciones comunitarias. ¿De dónde proviene la vitalidad que la sociedad irradia en medio de una crisis implacable? ¿De dónde la fuerza que cuestiona patrones de desarrollo que habian reducido lo andino a la condición de mero folklore? se pregunta Flores Galindo. Sus respuestas dan lugar a una exploración histórica de largo aliento que concluye en un texto innovador y polémico: Buscando un Inca. Ahí, Flores Galindo rastrea el horizonte mental creado por los pueblos andinos a lo largo de varios siglos de dominación colonial y republicana: las utopías elaboradas como rechazo a un presente de opresión, ante el cual recrean el país de los incas como una sociedad alternativa, justa e igualitaria. «Utopia andina», es el término acuñado por Flores Galindo para referirse a ese horizonte mental que recorre la historia peruana desde el siglo XVI. Trasfondo contra el cual, Garcilaso, Guamán Poma, Túpac Amaru, los indigenistas, Mariátegui, Jose María Arguedas, pueden ser leídos de una manera distinta: como la personificación de esfuerzos diversos y diferenciados por acercar las ideas de Occidente a la fuerza mesiánica de la cultura andina. Por acercar el español al quechua, la urbe a la comunidad, el marxismo a una visión de la revolución como inversión del mundo, —como pachacuti—; visión que, en 1980, se confunde con el Maoísmo de Sendero Luminoso. Los tiempos, sin embargo, no son los mejores para hablar de revolución. En el Perú, revolución o marxismo son casi sinónimos de terrorismo. En medios internacionales aluden a una época que termina. Mientras, en Cuba, Buscando un Inca recibe el premio Casa de las Américas, en el Peru habrá quienes leerán en sus páginas una justificación de la insurrección senderista. Al autor no le sorprende la reacción de quienes se reclaman marxistas ortodoxos. La izquierda de los 70, afirma, difícilmente podría admitir la verdadera naturaleza de lo que ocurre en el Perú. Han perdido la libertad de pensar. Ahora, tienen que ser cautelosos. Cuidarse de que las conclusiones a que llegan no contradigan posiciones tomadas de antemano.

La división entre una izquierda parlamentaria y otra armada e insurrecional es análoga a la que Flores Galindo observa en las filas de la intelectualidad. Entre sus colegas historiadores, por ejemplo, divididos entre aquellos que producen una historia despolitizada:

«...que se pretende académica, preocupada por la resonancia de sus temas en congresos internacionales o en revistas especializadas (en particular de lengua inglesa) y otra, encerrada en el Perú, casi provinciana, interesada en ese público inmediato conformado por estudiantes universitarios ...obreros, migrantes, habitantes de barrios marginales».

Será en estos últimos sectores en que las propuestas de Flores Galindo encuentren su mayor audiencia. La «utopía andina» encuentra sus propios circuitos de difusión al margen de los medios académicos institucionales. Es tópico obligado en escuelas sindicales y campesinas, se hace lema de eventos gremiales y regionales. Surgen nuevos textos que recogen y amplian la visión contenida en Buscando un Inca. Como sucedió con el indigenismo en los años 20, las ideas de la «utopía andina» se confunden con las esperanzas. A fines de 1988 se difunde la noticia de que Flores Galindo padece de un cáncer maligno. En un texto escrito en vísperas de morir reafirma su convicción de que un proyecto socialista que recupere las tradiciones andinas es aún posible. Es una empresa difícil, subraya, que requiere del concurso de los intelectuales. Éstos, sin embargo, han desertado. Unos se han tornado sectarios y su acción politica ha derivado en una práctica criminal, otros guardan silencio. Muchos, simplemente se han marchado. Una lamentable pérdida moral.

A mediados de 1990 se celebran elecciones presidenciales en el Perú. Disminuida por sucesivas divisiones y una inocultable carencia de propuestas la izquierda casi desaparece como fuerza electoral nacional.

III

Vargas Llosa y Flores Galindo jamás debatieron directamente. Sus mundos se tocaron sólo tangencialmente. Cuando Flores Galindo terminaba la universidad, Vargas Llosa era ya un escritor consagrado y llevaba varios años viviendo en Europa. En 1987, Vargas Llosa se convertiría en líder político nacional al encabezar la protesta contra la nacionalización del sistema financiero decretada por el gobierno de Alan García. Flores Galindo era por ese entonces un modesto y respetado profesor universitario. Buscando un Inca era ya uno de los libros más influyentes publicados en el Perú en la última década. En 1989, Vargas Llosa fue ungido como candidato presidencial de la derecha peruana. Durante su campaña, sus planteamientos llegarían a todo el país a través del aparato propagandístico más formidable visto en la historia electoral del Perú. Enfermo, Flores Galindo luchaba por prolongar su vida. Su infortunio dejó ver el aprecio que su figura despertaba, tanto en el Perú como en círculos académicos extranjeros. Una espontánea campaña económica permitió su traslado a un hospital de Nueva York. Un oasis de solidaridad en un tiempo de rupturas y recelos. Los paralelos con las «agonías» de Mariátegui y Arguedas mal podían evitarse. Conciente de las proclividades hagiográficas del medio, el propio Flores Galindo intentó evitar su elevación al santoral ideológico de la izquierda. «No creo que haya que entusiasmar a los jóvenes con lo que ha sido nuestra generación», afirmó en su carta de despedida, lamentando el «excesivo respeto» que «algunos jóvenes de cierta clase media» tienen «por nosotros». «Termino —concluyó— evitando ponerme como ejemplo de cualquier cosa». Un año después de su muerte, en Lima, un seminario sobre su obra congrega a varios cientos de personas. Jóvenes en su mayoría, que en muchos casos conocen poco de su obra pero que identifican en Flores Galindo una voluntad de no callar cada vez menos frecuente en un país asediado.

Hoy un debate entre Vargas Llosa y Flores Galindo es un imposible. Sus textos, sin embargo, permiten contraponer sus ideas. Estas ofrecen imágenes antagónicas del futuro del Perú. Son el testimonio de dos aventuras intelectuales que se encuentran con las preguntas y las incertidumbres de diversos sectores sociales. Ambos inciden en la ambigüedad que la crisis encierra. El peor momento de la historia republicana del Perú es la oportunidad para un cambio radical. En sentidos completamente diferentes, claro está. Para iniciar una verdadera modernización capitalista, según el literato, para marchar hacia el socialismo, según el historiador. Ambos coinciden también en que se trata de un momento singular de irrupción popular en la vida del país. Un tiempo propicio para sentir y enrumbar las utopías de las masas, según Flores Galindo; para persuadirlas de que abandonen esquemas largamente cimentados, según Vargas Llosa. Para «reprivatizar sus mentes», continúa, fomentando la formación de una sociedad de propietarios y de una nueva cultura política basada en el arraigamiento de un sentido de libertad individual, inexistente en el Perú debido a la tradición pre-hispánica centralizada, autoritaria y teocrática reforzada más tarde por una influencia hispana bastante similar. Un terreno que ha sido fértil para el marxismo, cuyo influjo se siente —explica Vargas Llosa— aún en quienes, por su actividad diaria como comerciantes o productores informales, deberían asumir la defensa sin concesiones del principio de la propiedad privada. Concluye que dicho desfase prueba la influencia que las ideas y el vocabulario izquierdista han llegado a tener en ellos. Los llamados «intelectuales progresistas», con su cultura estatizante y controlista, los marxistas dogmáticos que todo lo ven violencia y un estado burocratizado erigido por el populismo izquierdizante, son sindicados por Vargas Llosa como los obstáculos para la formación de una verdadera economía de mercado. Son sus inventos ideológicos —la dependencia, el tercermundismo, la teología de la liberación, el espejismo de la revolución— los que previenen esa «revolución silenciosa» de la que habla Hernando de Soto, aludiendo al desarrollo de la economía informal. Un fenómeno crucial en la historia peruana, afirma Vargas Llosa, desde que porta los gérmenes de una modernización capitalista de base popular cuya final realización dependerá, de otro lado, del pleno retorno del Perú a la comunidad financiera internacional. «El combate por la libertad —subraya Vargas Llosa— nos obliga a tomar partido resueltamente, sin subterfugios ni trampas, por las sociedades abiertas y democráticas del mundo libre cuyo liderazgo ejercen los Estados Unidos».

Flores Galindo cuestiona la raigambre popular de los impulsos capitalistas detectados por Vargas Llosa. Propone una lectura distinta de los mismos hechos. No se puede reducir la irrupción de lo popular a la mera expresión de una feroz competencia individual, debe repararse en la dimensión colectiva patente en las respuestas populares ante la crisis, afirma el historiador. A la imagen del empresario popular opone la de la cooperación y la ayuda mutua o el trabajo familiar. Al enfocar en informales que al migrar rompen, supuestamente, con su pasado —subraya Flores Galindo— el discurso liberal ignora una antigua historia de lucha de la sociedad andina contra el Estado y los terratenientes, cuyo mejor testimonio son las cuatro mil comunidades campesinas existentes hoy en el país. Autoritarismo y racismo quedan, en esa visión, suprimidos. Así, para De Soto y Vargas Llosa, varias décadas de transformación social resultan en la conformación de un mundo de productores bloqueados por un Estado centralista y dirigista. Productores que, al quedar disociados de un pasado arcaizante, quedan expeditos para asumir el horizonte individual propuesto por la modernidad capitalista.

Flores Galindo ve esta propuesta como un mero ardid ideológico para presentar al capitalismo como lo nuevo y al socialismo como lo viejo. Así, el escritor y el economista representan a una nueva derecha que:

«...colocando al capitalismo como una propuesta para el futuro, pretende desligarse de cualquier compromiso con el pasado. Ellos no han sido los »dueños del Perú.« La responsabilidad de lo que ha ocurrido en este país hasta la fecha, debe achacarse en todo caso al Estado y a quienes han medrado a su costa. Entre la miseria y el capitalismo no hay ninguna vinculación por cuanto éste todavía no existe. El capitalismo es lo nuevo mientras que el socialismo, con sus afanes supuestamente »estatistas«, sería una prolongación del pasado».

Para Flores Galindo, con la migración, los valores y la cultura andina inundan la ciudad, contribuyendo a la conformación de un vasto mundo popular urbano poseedor de sus propias fórmulas democráticas basadas en la adaptación de mecanismos tradicionales de decisión colectiva. Un nuevo tipo de sociedad civil que no puede ser comprendido si se tiene a la tradición liberal europea como la única tradición democrática válida. Un mundo popular que permite pensar el socialismo no como proyecto estatista, sino como el autogobierno de los productores y asumir al marxismo como un instrumento para pensar en un modelo de desarrollo en que el campesino juegue un papel vertebral. Socialismo como la posibilidad de que el destino inevitable del Perú no sea acomodarse a una modernización que, para la sociedad andina, ha significado cinco siglos de agresión y deterioro.

¿Meras discusiones de intelectuales o expresiones de tendencias reales de la sociedad? ¿Discursos innovadores o nuevas versiones de antiguas polémicas? ¿Es así que el Perú no conoce aún el capitalismo? ¿Es el Tahuantinsuyo y la herencia incaica un legado maldito, una camisa de fuerza de la que debemos desprendernos o una bendición que nos acerca al paraíso? Preguntas que transpiran la hondura de la crisis. Interrogantes complejas que no admiten respuestas sencillas. Ambas visiones prometen prosperidad y justicia. Promesas por las que muchos más habrán de morir. En ambas, el sueño reivindicador aparece al final del camino, resultado de un ajuste de cinturón o de una larga marcha. Como si sólo algunas naciones privilegiadas tuviesen el derecho de habitar de una vez por todas el futuro soñado.

Post-scriptum

Acaso porque en sus vidas como en sus obras percibieron la expresión más acabada de los dilemas de la identidad mestiza peruana, tanto Vargas Llosa como Flores Galindo se interesaron por investigar la trayectoria de José María Arguedas. Desde que lo conocí en 1975 —recuerda su viuda— hacer la bibliografía de Arguedas era «el gran proyecto de Alberto Flores Galindo». El destino, desdichadamente, lo impidió. Luego de publicar sus ideas principales sobre el tema en numerosos artículos, por su parte, Vargas Llosa publicó en 1996 un extenso ensayo sobre el tema: La Utopía Arcaica. José María Arguedas y las ficciones del indigenismo (México: Fondo de Cultura Económica, 1966). Ahí, a través del análisis de la vida y la obra del escritor apurimeño, Vargas Llosa realiza un estudio crítico del indigenismo y sus influencias en el Perú contemporáneo. Aparte de ser una corriente literaria y artística —es su tesis principal— el indigenismo fue una ficción ideológica de corte pasadista y reaccionario; una utopía arcaica que entretejía elementos colectivistas, mágicos, antimodernos y antiliberales. El texto está compuesto de veinte capítulos, uno de los cuales —titulado «Una crítica marxista de la Utopía Andina»— está dedicado a la obra de Flores Galindo; a un libro en particular: Buscando un Inca.

Este libro —escribe Vargas Llosa— es «algo así como un balance y liquidación de la utopía indigenista». Un texto que

«pese a las reservas que he hecho («sus concesiones a la corrección política de izquierda»), constituye un hito en la historia del indigenismo, pues es la más persuasiva descripción de lo que hay de irrealidad y ficción en la visión arcádica del Incario y de la realidad andina que aquel movimiento propaló».

Parte de su valor radicaría en que se trata una crítica al indigenismo hecha, no desde «las trincheras del hispanismo», sino desde la «ideología llamada progresista» con las que aquél tuvo tantísimas afinidades.

La explicación de los orígenes de la utopía andina es el punto que, con mayor precisión, separa al ex-candidato presidencial del punto de vista del desaparecido historiador. Ésta es, según Flores Galindo, una creación colectiva, una manera de defenderse contra la fragmentación y la pérdida de la identidad. «Tengo reparos a esta tesis colectivista y popular del origen de la utopía arcaica», replica Vargas Llosa. Su posición es, más bien, que ésta nace de «una refinada elaboración de intelectuales renacentistas» como el Inca Garcilaso de la Vega y de cronistas o misioneros como Bartolomé de las Casas. En su afán de condenar los abusos de la Conquista o cuestionar el derecho de España sobre los naturales de América —continúa el argumento— son ellos quienes «trazan una versión idílica de las sociedades prehispánicas». Vargas Llosa no se detiene, sin embargo, a debatir sobre el tema. Lo que en verdad le interesa es destacar aquellos tramos de Buscando un Inca en que los hallazgos del autor contribuyen a demoler la «utopía arcaica». Flores Galindo, como Arguedas, a fin de cuentas, terminaron preguntándose por el futuro del mundo quechua ante el irremediable advenimiento de una sociedad que —escribe Vargas Llosa— «parecía representar, al mismo tiempo, la muerte de la mejor tradición andina y la modernidad en su más horrible versión». Ese «mundo infernal», donde «ya no es posible seguir 'buscando un inca', sobre el que versará El zorro de arriba y el zorro de abajo».

Siendo así que, a pesar de su filiación ideológica, Flores Galindo ofrece una contribución a la pulverización de las ilusiones indigenistas o «utopía arcaica», ¿cómo explicar, que Buscando un Inca concluya postulando «algo equivalente»? Es decir, «una aleación de socialismo y colectivismo indigenista, en la línea que, según Flores Galindo, habría señalado José Carlos Mariátegui». ¿Cómo, en otras palabras, después que el historiador devela el mecanismo ficcional agazapado tras las ilusiones utopistas, desenmascarando sus ardides, revelando las realidades del mercado, puede ceder la palabra al ideólogo? Una paradoja inexplicable, ciertamente.

Lo que acaso al ex-candidato presidencial y novelista le faltó entender era que en Buscando un Inca subyace un planteamiento central: el fracaso de la historia —como oficio o quehacer intelectual— para aprehender el papel de la imaginación en la historia; que Buscando un Inca fue un libro escrito en un momento de honda crisis nacional en que, precisamente, más allá de las racionalidades prevalecientes, Flores Galindo presentía que se abrían oportunidades para «imaginar un futuro distinto». Fiel a sus convicciones, Flores sentía que era legítimo proponer el socialismo como horizonte posible a una vieja tradición que, en el tráfago de la crisis, parecía resurgir. Descubrir que el «mercado capitalista» había «penetrado profundamente en todos los Andes ya en los años veinte» no eliminaba que, en el punto más bajo de una crisis terrible, Flores Galindo pensara que era válido intentar, una vez más, hacer posible el encuentro entre Marxismo y Utopía Andina. Acaso libros como Buscando un Inca sólo puedan ser escritos en momentos como aquél. Desde Londres o Madrid, con el Perú de retorno a una especie de normalidad, sea quizás incomprensible. Acaso para el Flores Galindo de mediados de los 80, el «mercado» más que la realidad última —ante cuya presencia a toda utopía solo le toca evaporarse— era también una ficción.


© José Luis Rénique, 1997

970301