27 mayo 2003

Si otro gallo nos cantara

Cuento

[Ciberayllu]

Carlos Powell

 

Aquella mañana, algo extraño que Feliciano notó al entrar en su gallinero lo detuvo en seco. Una sensación indefinible, como de algo ya vivido. «Aquí hay gato encerrado», pensó. Por si las moscas, se persignó tres veces. Después se dio vuelta, escupió en el suelo y le hizo dos rayas encima, en forma de cruz. Respiró profundamente y sacudió la cabeza, como diciendo qué barbaridad, a mi edad con estas chochadas...

El ensalmo lo protegía, pero no podía explicar aquello. Por eso Feliciano se detuvo todavía un instante antes de cerrar la puerta y volvió a mirar hacia todos los rincones del gallinero, tratando de identificar el origen de un malestar tan evidente. Hasta le pareció que las gallinas también lo escrutaban a él de reojo. Notó que estaban más nerviosas que de costumbre. Su rutina de todas las mañanas era entrar a ese cubículo y recoger los huevos de amor que su mujer vendería más tarde en el mercado. ¿Qué podía tener esta mañana de particular? ¿El problema lo tenía él, o el gallinero? A punto estaba de cerrar la puerta habiéndose dado por vencido, cuando vio aquello...

—¡La sangre de Cristo —exclamó—, están cambiando de color estas jodidas!

A Feliciano se le puso la piel de gallina, y tragó saliva. Pensó que quizá no estaba bien despierto, o que la borrachera del día anterior le había dejado una resaca más tenaz que de costumbre. Se restregó los ojos con fuerza, se acercó lentamente a una de las gallinas y la inspeccionó desde el pico a la última pluma de la cola. Pero no había duda alguna. Un grupo de ellas, que hasta ayer mismo habían sido roji-negras, se estaban aclarando, tirando al rosado. El otro grupo, que siempre había tenido colores variados, se estaba homogeneizando, virando todas hacia el mismo matiz rojizo. Además, lentamente, se iban agrupando, unas a la izquierda, y otras a la derecha.

—¡Santa María santísima! —alcanzó a musitar Feliciano.

Como muchos de sus conciudadanos, él era supersticioso, y decidió que no debía tocar los huevos hasta aclarar el asunto. No por ello sería tildado de gallina. Pero sí tuvo un profundo desasosiego al imaginar que podían perder la venta de huevos en el mercado, su único sustento actual. Aún así, por nada en el mundo tocaría la producción de unas gallinas en plena mutación. Sin darles la espalda, como hipnotizado, cerró lentamente la puerta de malla y se sentó a pensar qué le diría a su mujer. De repente, sobresaltado, se acordó del gallo y lo buscó en el árbol, el atalaya de su harem. Quizá éste le ayudaría a entender semejante entuerto. Cuando lo localizó, no pudo creer lo que veía: ¡El gallo, el mismísimo que había sido pinto hasta ese día, estaba ahora todo verde como una lora!

Feliciano, cada vez más atribulado, pensó que todo aquello olía muy mal, como a azufre. ¿Les habrían echado el mal de ojo? ¿Por qué a ellos, que no le hacían daño a nadie? «Un gallo verde —murmuró todavía mirando el árbol—, ahora sí nos salió la virgen». En ese momento, una voz estridente lo sacó de sus asombros:

—¿Qué hacés Felicianoooo!� ¿Y los huevoooos!

Su mujer estaba parada en el rellano de la puerta de la cocina, con los puños sobre las caderas tinajonas.

—No sé qué les pasa —mintió él—, hoy no han puesto. Han de estar enfermas. Andate nomás al mercado y vendé lo que quedó de ayer, y si hay por el día, te los alcanzo en el puesto —logró concluir convincentemente.

Transcurrían los meses de la campaña electoral. La mujer de Feliciano, ante la nueva adversidad, aprovechó para salir de la casa vociferando en contra de cuanto candidato se presentaba, que en esa oportunidad sólo eran tres. Ella, como todos los pobres del mundo, tiene cuantiosas y justificadas quejas para con los partidos políticos, de tal manera que toda ocasión es propicia para enrostrarles hasta —por ejemplo— el que las gallinas, un día, no hayan puesto. Por eso, al mismo tiempo que se desgañitaba en insultos contra las esferas tradicionales del poder, le dio tal portazo a la casita, que crujieron todas las costoneras y se aflojaron algunos clavos. Y aunque el encono que sentía hacia la casta política superaba con creces el rencor por las virtudes alcohólicas de su marido, se despidió de éste espetándole delicadamente, desde la calle, para que todo el mundo oyera:

—¡Y vos, cuidado te siento olor a guaro en el cogote cuando vuelva, que te pongo a dormir bolo en la calle para que te orinen los perros! ¡Quién sabe que les hiciste a esas gallinas!

Feliciano estaba tan perplejo por aquel asunto, que no reaccionó a las amenazas de su mujer. Pensó que, para despejarse, lo mejor era salir a dar una buena vuelta. Se puso el sombrero, obedeciendo a un automatismo que nunca se le había ido a pesar de los años que hacía que habían bajado de la montaña para probar suerte en la ciudad. Con el tiempo, la suerte los había probado a ellos. Y a tantos les había pasado lo mismo. Terminada la guerra, habían llegado inundaciones, terremotos y huracanes. Y siempre, una catástrofe cultural coronaba a todas las demás: las ayudas internacionales desaparecían en los bolsillos de gobernantes, políticos y empresarios. ¿Por qué habrían de quedarse, desamparados, en la devastación de los campos, en medio del terror de las minas antipersonales y el hambre creciente? Así, muchas tierras de plantío, como las de Feliciano y su mujer, habían pasado a manos de especuladores. Y ellos, sapos de otro pozo en la ciudad.

Cavilando y cavilando, llegó hasta a la venta, como un caballo consuetudinario, casi sin darse cuenta. No se hablaba de otra cosa por la radio, la televisión y los periódicos que de las famosas elecciones. Pero se decía, como en otras ocasiones, que todos los partidos estaban en vergonzosas componendas, que cambiaban� inescrupulosamente de «camisa» con tal de llegar al poder. La gente decía «para qué voy a votar, si son todos iguales, aunque tengan colores diferentes». Y los candidatos, desde sus tribunas, aterraban advirtiendo que «si no votan por mí, vamos derecho al desastre».

En una esquina, algunos hombres intercambiaban opiniones políticas, convocados alrededor de una bolsita de guaro lijoso. Pero la visión del gallinero que cargaba Feliciano pegada a la retina, sumada a la advertencia de su mujer, no lo dejaban intervenir en la conversación, y mucho menos en la ronda de brindis matinales. Salteando charcos y esquivando chanchos que se revolcaban en el lodo del camino, siguió entonces en dirección de La Panamericana, el cordón umbilical de la ciudad. Confiaba en que el incesante ajetreo y los ruidos de esa arteria que hacía también las veces de foro público, le cambiarían las ideas.

Sin embargo, todo fue muy diferente. Apenas puso Feliciano los pies sobre La Panamericana, saltaron a sus ojos los colores de la propaganda política del momento, desde las banderas que flameaban en los postes y los afiches que decoraban carnavalescamente cuanto muro disponible existiera. Feliciano tuvo entonces aquella famosa revelación, de la que, en efecto, darían testimonio más tarde algunos transeúntes, que nada entendieron, y que por lo tanto relataron como la extravagancia de algún borrachito. Todos concuerdan en que levantó los brazos proféticamente y habló como un poseído en el desierto:

—¡Por San Antonio y la Purísima! ¡Pero si mis gallinas tienen el color de los candidatos de la campaña!

A pesar de las burlas de que fue objeto en ese momento, Feliciano (que jamás había oído la palabra ósmosis) concibió en pocos segundos el negocio de su vida. Con paso febril regresó a su humilde vivienda, rogándole a la virgen que mantuviera el color de las gallinas y, si era tan buena, que le hiciera el favor grandísimo de acentuarlo. «Madrecita —rezaba para sus adentros sin reparar en charchos ni chanchos— hacé que el rosado se ponga chicha y que las rojas se pongan bien coloradas.»

Al divisar la casa lo invadió el terror de que alguien le hubiera robado las gallinas. Fue directamente al cuadrilátero de las aves y lo que vio allí lo dejó pasmado: el gallinero, como un espejo exacto de la situación política... ¡Estaba totalmente polarizado! El distanciamiento que había comenzado a insinuarse por la mañana entre las rosadas —a su izquierda— y las coloradas —a su derecha—, se había acentuado, y se miraban fijamente unas a otras, tan desafiantes, que hasta daba miedo verlas así.

Y para rematar las cosas, entre los dos bandos se encontraba, solitario y aparentemente repudiado por los demás, el gallo verde. Por momentos levantaba la cresta orgullosamente, y luego se pavoneaba delante de ellas arrastrando las alas, como convencido de que cederían a su histórico poder de seducción. Pero las gallinas lo miraban con recelo y se apretujaban para rechazarlo oponiéndole un frente compacto. Feliciano, aunque no era ducho en política, sentenció sin dudar:

—¡Y este pijudo está peor que los conservadores!!

Cuando hubo salido del asombro y la emoción, pensó que había llegado el momento más importante: verificar el color de los huevos, ya que en ellos, más que en las gallinas, radicaba el núcleo de toda la operación que había imaginado. Con el corazón en la boca se acercó a una de las ponedoras rosadas y metió delicadamente la mano. Sintió el óvalo tibio en la palma. Cerró los ojos y se lo puso frente a la cara, prometiéndose superar la decepción si todo fallaba. Cuando abrió los ojos tenía ante sí un perfecto ovoide rosado chicha. «Un huevo sandinista», murmuró con voz trémula, y volvió a depositarlo sobre la paja. Y segundos después, el huevo que extrajo del nido de una ponedora «liberal» era tan colorado y esférico —como su líder—, que Feliciano llegó a pensar que podía ser una broma. Para cerciorarse, lo escupió y raspó la cáscara con la uña, pero el color se mantuvo firme. No había vuelta de hoja.

Por la tarde, su mujer lo encontró terminando de fabricar un cartel. Esto le pareció tan extraño, que lo husmeó, pero no tenía olor a ron. Sobre un pedazo de cartón, Feliciano escribía con aplicación enormes letras que decían: «Bendo poyitos políticamente modificados.� Tengo rosado-chicha y colorados. ¡Hacé tu campaña original!»

Feliciano no tuvo mucha dificultad en explicarle a su mujer todo lo que había pasado y cuál era el plan que había imaginado. Ella, marchanta de pura estampa, no dudó un segundo en manifestar interés, sobre todo después de haber metido sus propios dedos —como Tomás— entre las costillas de las ponedoras. Habiendo despotricado contra todos los políticos y los partidos por la mañana, ahora la mujer parecía también haber mudado de piel, y los bendijo a todos sin menoscabo. Aunque, de pronto, inquieta, preguntó con voz dulce:

—Feliciano, amor, y el gallo verde, ¿dónde está?

—Lo escondí. Ése no está a la venta, acordate que él pisó a las ponedoras.

El día que por fin llegaron con la caja llena de pollitos al mercado y desplegaron el cartel, al principio nadie les prestó atención. Algunos miraron el cartel y siguieron su paso entre risitas. Después lo niños se juntaron alrededor y comenzaron a querer mirar por los agujeritos de la caja. Pero Feliciano estaba sentado encima y su mujer, con la autoridad que le infería su porte y su delantal de vendedora, sostenía a un lado el rótulo. Sin embargo, hasta los niños saben que la mercadería es sagrada y se respeta como tal; al menor problema, puede salir a relucir una navaja. Al rato, por fin, un comerciante de un puesto cercano les gritó:

—¡Ajá, y dónde están esos poyitos jodidamente mortificados! —y un coro de curiosos lanzó una estruendosa carcajada. Cuando hubo cesado la algarabía, Feliciano respondió, señalando entre sus piernas:

—Aquí.

Entonces alguien gritó, desafiante:

—¡A ustedes dos los van a llevar presos por andar pintando pollos!

—No están pintados, amanecieron así, y los huevos también —volvió a contestar Feliciano sin levantar la voz.

—¡Amigo, a mí también me amanecen rojos los güevos y no los ando vendiendo! —lanzó un señor gordo, y se levantó un huracán de risas que duró varios minutos.

Afortunadamente, intervino un viejecito y todo el mundo se calló:

—No sigan echando chiles, hombre, que en tiempos de Somoza también hubo un caso de gallinas que cambiaban de colores. Pero El Macho las hizo degollar a toditas, incluyendo al gallo. Aplastó todos los huevos. No quedó nada. En estas tierras todo puede pasar, no se olviden.

La sola mención del nombre de Somoza estremeció a la gente y dio vuelta la tortilla. Feliciano y su mujer sonrieron agradecidos por la oportuna intervención del anciano. Entre la muchedumbre había estado escuchando un hombre joven de gafas. Divertido y temerario, se acercó y pidió un pollito rosado chicha. «Son diez lapas verdes», le dijo Feliciano. Ante la sorpresa general y el súbito silencio, el hombre entregó a la mujer de Feliciano el billete de diez dólares que le solicitaron, y acto seguido todos vieron, expectantes, el momento en que salió de la caja (que Feliciano tenía cerrada con un enorme candado) un magnífico polluelo rosado chicha. Un solo clamor recorrió a la muchedumbre:

—¡Un pollo sandinista!

La noticia cundió como reguero de pólvora. La noticia se ensanchó como una bola de nieve, y hasta se llegó a decir que al cabo de un tiempo, los animalitos, en lugar de piar, entonaban los himnos de los partidos políticos. Llovieron clientes, algunos con afán político, otros por curiosidad zoológica, coleccionistas y hasta se apareció la televisión para hacer un reportaje. No tardó en presentarse una patrulla policial para imponer el orden público, porque se registró un conato de trifulca sangrienta entre los dos compradores de distinto signo político que se disputaban el último pollito. Los oficiales resolvieron el problema lanzando al aire una moneda: la frase «en Dios confiamos» cayó hacia arriba, y el agraciado (un reconocido sandinista local) se abalanzó sobre la avecilla colorada. En efecto, a esas alturas a los compradores ya no les importaba que el color del polluelo correspondiera o no con sus afinidades políticas. Todo daba igual. Lo importante era ser original, como decía el cartel de Feliciano.

A la semana siguiente llegó a la casa de Feliciano una flotilla de camionetonas con vidrios polarizados. Se bajaron unos señores pesados, con gafas oscuras y acento capitalino. Venían con el afán de comprar todo el lote de gallinas. Rodearon la casa. Feliciano no pudo rechazar la oferta, sobre todo porque era evidente que no contemplaban la posibilidad de una negativa. Después de poner en cajas todas las aves, arrancaron ruidosamente, como una bandada de zopilotes despega de la copa de un árbol seco. Y como los pulpos, cubrieron con una espesa nube de polvo su retirada. Otra vez solos, Feliciano y mujer juntaron algunas pertenencias y caminaron hasta La Panamericana, donde tomaron el primer bus hacia el norte. Volverían a probar suerte. Observándolos por el espejo, el chofer, que los reconoció de inmediato por la popularidad que habían alcanzado, inquirió:

—¿Se van pues?

Feliciano, mirando por la ventanilla y como hablando consigo mismo, dijo después de un largo suspiro:

—Nos quedaríamos, si otro gallo nos cantara.

* * *

Estelí, Nicaragua, diciembre 2001


© 2003, Carlos Powell
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Para citar este documento:
Powell, Carlos: «Si otro gallo nos cantara. Cuento», en Ciberayllu [en línea]


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