Libro del amor y de las profecías

Porras en danza

Fragmento de la novela Libro del amor y de las profecías, PEISA/Arango, Lima, Bogotá, diciembre, 1999.

[Ciberayllu]

Edgardo Rivera Martínez

 

Baila, Hermenegildo Porras, solo y al compás de una música que nadie más escucha, y a una hora cualquiera de una noche imprecisable. Baila, a pasos lentos, levantada ya la máscara y con los ojos cerrados, con una mano en alto. ¿Qué puede importarle ser reconocido? Mas, ¿quién ha de reconocerlo en esa calle desierta? ¿Quién, si no lleva los anteojos y conserva además la peluca de largas trenzas y el gran sombrero que son parte del disfraz? Celestino Hermenegildo Severiano, bailante otrora de la Tunantada, después auspiciador generoso de un conjunto, y ahora, no sabe cuándo ni cómo, danzante otra vez, con ese atuendo tan antiguo —poncho, botas, lazos—, y haciendo sonar las espuelas, esas inmensas espuelas que usaban los tucumanos de la colonia que, después de recorrer cientos de leguas, llegaban a Huamanga, a Jauja, y, más allá, al Cerro de Pasco, con sus recuas de mulas incontables. De vuelta quizás, ahora, de la celebración en Yauyos, tal vez embriagado —¿o en sueños?— danzando feliz, olvidado de todo. ¿Qué pueden importar, entonces, Magdalena, ni Teodora, la hija de las mordaces alusiones? ¿Qué ese cargo en mala hora asumido en el Municipio, ni el melifluo de Lamadrid, y menos Obdulia, con su facha de potranca envejecida? ¡A la mierda todos! Y el vástago de Zoilo Prudencio Porras Pavón, su egregio padre, escribano de estado, y su señora madre, Petronila Gualteria Godines, sonríe, con sonrisa malévola, pero que pronto se desvanece, porque otra vez lo invade, oh maravilla, la dulzura embriagada de los pasos. ¿No bailaba con los tunantes de Sincos, en la fiesta del 5 de agosto, y con los de Julcán, Apata y San Lorenzo, en sus celebraciones patronales? ¿Y en alguna ocasión en Sicaya, donde la danza se llama, como en los demás pueblos de esa parte del valle, chonguinada? ¿Y también, aunque sólo pocas veces, porque así lo determinó el destino, en esa fiesta mayor del 20 de enero en la plaza de Yauyos, barrio de Jauja? Sí, piensa en todo ello, entre confuso y por ráfagas, el bailante solitario. Envuelto de algún modo, aunque no tenga ni pueda tener conciencia de ello, por un relente de puna, de pampas, de nieve y de collados. Solo y ebrio en esa calle obscura de una Jauja que volvió al pasado, para luego desandar su curso y tornar al presente. A un presente sin término, feliz incluso en lo que tiene de angustioso.

© Edgardo Rivera Martínez, 1999.
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