22 diciembre 2004

Un domingo

Cuento

[Ciberayllu]

Giovanna Rivero Santa Cruz

A Beatriz

Con la lengua me acaricio esa muela con la que muerdo tu recuerdo. Las muelas no entienden de cacofonía, las muelas son necias, no tienen ese filo del colmillo, siempre listo para una sonrisa irónica, para una hincada en el cuello del amante. Las muelas siguen siendo infantiles y tercas.

Ese domingo yo estaba entusiasmada escribiendo un cuento erótico, aquel que tantos problemas me trajo. Era tal mi pasión de escritora desordenada que apreté con fuerza el chupete pinta-boca que me acompañaba, a falta de buen vino y esos otros hábitos bohemios que nos hacen creer artistas. El palito del chupete se me clavó en la muela desjuiciada, la partió en dos, como un corazón herido.  Te llamé de emergencia y aceptaste atenderme.

Llegué a tu consultorio batiéndome contra los paisanos que aprovechan las tardes dominicales para vender vinchas fosforescentes, escuchar cumbias a todo volumen, envenenar a la gente con salteñas de antesdeayer y, por qué no, arrancarte la cartera de un socollón. «Mierda», maldije, «sólo a ella se le ocurre instalar su consultorio en plena esquina de Los Pozos».

Pero al fin allí, con la muela abierta y la lengua adormecida te conté de mis dolores. Por supuesto, mi dolor de muela torcía hacia el ridículo cualquier otro quejido del alma.

—Así somos las Virgo —le contestaste a mi muela desvirgada.

—¿Voz creéz? —balbuceé.

—Los orientales, es decir los japoneses, dirigen hacia la amistad todos los afectos. Acá nos equivocamos y condenamos el amor más profundo a una muerte prematura.

—¿Voz creéz? —dije, a punto de escupir la saliva entremezclada con mi sangre.

No te dio asco.

Y sí, dijiste, no somos capaces de ver más allá, detrás de lo evidente. Te confieso que me sentí agobiada por tu tono de principita extraviada en su galaxia. Yo a veces veo cosas, le hablaste a mi muela ya sellada, atenazada por tu alicate profesional, veo fantasmas, gente que ya se fue, tengo presentimientos.

—Y yo postzentimientoz —te sonreí con esa mueca que te regala la anestesia, esa sensación de que tus músculos no te pertenecen.

Lo que necesitás es una poscuración, este arreglo es provisional, como una muela de leche, cuando tengas tiempo buscá a tu dentista porque esto es solo mientras tanto.

Y acordate, dijiste en la puerta de tu consultorio abierto en la surreal incoherencia de tu esquina de mercachifles, el dolor pasa, la experiencia queda en casa. Te sonreí otra vez con mi aspecto de mutante y corrí a refugiarme en mi autito. ¿Cómo hacías para vivir ahí?

Esa navidad la pasé con el cachete inflamado, pero agradecida. Hasta tenía ganas de llamarte en la Noche Buena. De eso, claro, hace ya dos navidades, y ahora, como dicen los Bukys, «llegó navidad y yo sin ti» (porque yo de proverbios chinos, es decir japoneses, no soy) y la muela ha empezado a dar problemas, pero por alguna extraña razón me niego a hacerte caso y me quedo largo rato acariciándola con la lengua. No puedo mentirte, nunca te he mentido, de modo que ya debés saber que después de tu curación «provisional» no fui a visitar a ningún otro dentista. Me da miedo destaparla y descubrir algún mensaje tuyo, de esos sobrenaturales, de modo que todavía llevo el parche que le pusiste a mi muela y a mi corazón.

* * *


© 2004, Giovanna Rivero Santa Cruz
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Para citar este documento:
Rivero Santa Cruz, Giovanna: «Un domingo. Cuento», en Ciberayllu [en línea]


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