Un domingo en Cajamarca

Cuento

[Ciberayllu] Jorge Pereyra


  Amanece en Cajamarca. Mañana señorita, soñolienta, desperezándose voluptuosa sobre el musgo tierno de los jardines. La lluvia de anoche cuelga, todavía, de las ramas de los ancianos árboles de la Plaza de Armas. Y las gotas, trémulas, brillan como un diamante incrustado en el ombligo de una bailarina turca.

Amanecer a medias, con algunas pelusas de noche. Proyecto de día, escapado de las sombrías mazmorras del tiempo. Sombras densas, insomnes, pariendo detrás de todas las esquinas la luz del nuevo día.

Seis de la mañana tratando de meterse entre los ojos de un ciego. Chispa que aún no se decide a ser candela. Amanece. Todos dormimos aún, y soñamos que tenemos un ramillete de flores en la cabeza, sin sospechar que la ceniza se está haciendo luz en el fogón de una cocina lejana.

Solo tú, muchacho palomilla, serenatero incorregible, silbas risueño un vals criollo mientras caminas a casa, despues de una noche de parranda. Y a medida que avanzas por la calle Lima, callecita del alma, vas dejando enroscadas en los postes del alumbrado las serpentinas de tu melodía. Cúidate, muchacho, juventud, divino tesoro, que como tú quedamos pocos.

La Plaza de Armas está desierta. Tan solo algunas hormigas, en su procesión hacia el azúcar, la recorren de un extremo al otro. Pero si te fijas bien, huanchacos disfrazados de huanchacos conversan con los semáforos. Las vendedoras de “caldo verde” se disputan a mordiscones los últimos borrachos nómadas que pasan a su lado. Y en la iglesia de la Catedral, las pálidas estatuas de los santos se están sacando el corazón. Todo es posible en Cajamarca a esa hora.

El día se está soltando pese a la lluvia de anoche. Quizás sea la última, pues ya llega la primavera. ¿A dónde van las lluvias cuando uno se cansa de ellas? Quién sabe.

Desde la ventana de mi casa, Caifás, mi gato, siamés nunca ingrato, muchedumbre en mi soledad, las ve alejarse por el horizonte, como si fueran un triste ejército derrotado.

Las negras nubes, en manada, van una detrás de otra: nube a nube, gota a gota. Y de pronto, cuando nadie se da cuenta, abren una puerta en el cielo por donde los siglos se escapan al país de las mariposas —y es la misma puerta que nosotros mismos abrimos cuando morimos—. Caifás, lamiendo su patita, como si fuera un helado D'Onofrio, se despide de ellas. Adiós.

El sol, poco a poco, se adueña del jirón Atahualpa, la calle donde vivo. Abro los ojos con recelo, casi como temiendo que la luz me los acuchille, casi instintivamente, casi sin prisa. Con el vago presentimiento de haberme muerto mientras dormía, paso revista a todos mis sentidos. Están intactos, tal vez un poquito entumecidos, pero reaccionan gradualmente a la voluntad que los convoca. Con los brazos en alto, tratando de no tocar a Dios, y con los pies aún hundidos en el sueño, me desperezo y bostezo.

Es una bella mañana cajamarquina. Huele a tierra fresca, a senos de muchacha campesina, a pan recién salido del horno. Afuera, el sol está envanecido con el rubor granate que se le ha subido a las mejillas, y el cielo tiene un azul cajamarquino tan intenso, que los turistas no lo podrían capturar en sus cámaras fotográficas. Las onduladas laderas del valle se despojan de su túnica de esmeraldas y dejan que el sol las posea lentamente.

Caifás me dice, con sus guiños gatunos, que algo maravilloso está a punto de suceder, algo más espectacular y genuino que la entrega de los Oscar, y sólo vale una sonrisa. Una moneda brillante, enorme, está saliendo de los apretados bolsillos del cielo: el sol, el sol, el sol de cada día. ¿Importa acaso que, esta mañana, el sol haya llegado a su paisaje favorito con cinco minutos de impuntualidad, o que el alto pino de la Plaza de Armas se haya arrodillado al verlo salir? Claro que no. La rutinaria belleza del valle cajamarquino ha empalagado nuestra capacidad de asombro. Acaba ya de una vez por todas de mostrarte a plenitud, astro peregrino, y salpica tu confetti amarillo sobre los rojos tejados de Cajamarca.

No hay nada mejor que un buen desayuno para dar inicio a un día perfecto. ¡Caifás, vamos a desayunar! Bajamos al primer piso con la alegría de una abeja revoloteando sobre una carreta de alfalfa florecida. El taimado felino me precede y gana la carrera, levantando su colita como periscopio de submarino.

Abrimos la puerta de la calle y allí esta doña Rosita, la vendedora de pan. Viene con su canastón lleno de tortitas calientes, panecito de yema, semitas y rosquitas del Gordo Campos. Alzamos la vista y, en las ramas del sauce del jardín, una masa compacta de ángeles mojados se está secando con los primeros rayos solares.

Desde la cocina, el inconfundible aroma de un cafecito nos llama a la realidad, para salir de la modorra. Panecitos calientes y café para iniciar este domingo, pero todavía falta algo. Dulce, terriblemente dulce, afincada en el tocadiscos, la aterciopelada voz de Sara Vaughn nos acaricia como una brisa de jazz sobre las olas. Sinatra dijo una vez que le gustaría cortarse las venas y luego morir lentamente escuchando la voz de ella.

Panecitos, queso, café y jazz. El domingo en Cajamarca está completo. Mañana será lunes.

© Jorge Pereyra, 1997

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